Deporte y política: un matrimonio no deseado
Columnas > Con los taches arribaPor Rafa XIII
jueves 28 de febrero de 2008 13:35 COT
Es una realidad. No debería ser así, pero lo es. A lo largo de la historia, y en momentos coyunturales, la intromisión de la política en el deporte, amén de ser inevitable, ha traído más elementos negativos que positivos para una actividad que por definición es pacífica y busca la armonía entre los seres humanos, además de generar un buen estado físico, fama y reconocimiento para quienes la practican y entretenimiento para aquellos que la siguen como espectadores.
Los Juegos Olímpicos, resultado y víctima de la política
Cuando Ifito, rey griego, consultó a su oráculo sobre cuál sería la manera de evitar las guerras y la peste que azotaban a Grecia, éste le aconsejo que reinstaurara las competencias ancestrales en honor a Zeus. Así nacieron las Olimpíadas que, salvo excepciones, se celebraron regularmente cada cuatro años entre el 776 A. C. y el 394 de nuestra era. Ya para ese entonces, era el Imperio Romano el que dominaba al mundo occidental, y en vez de los apacibles certámenes helénicos, institucionalizó como “deporte” las feroces luchas a muerte entre gladiadores, y demás espectáculos extravagantes que tenían lugar en el aún en pie Coliseo de Roma.
Habría que esperar hasta 1896 para que el espíritu visionario del barón Pierre de Coubertin lograra poner de acuerdo a los líderes de la época en que era preferible competir en un campo de juego o en una pista que en un campo de batalla. Atenas, París, San Luis, Londres y Estocolmo fueron los escenarios de las primeras cinco olimpíadas modernas, sembrando la semilla de la fraternidad entre los pueblos y viendo cómo daba frutos… Pero algunos no pensaban igual.
La Primera Guerra Mundial no solamente impidió la celebración de las justas que se llevarían a cabo en 1916, sino que sentó el precedente para que a partir de la reanudación de los olímpicos, en 1920, vencedores y vencidos utilizaran a sus delegaciones deportivas como instrumentos de propaganda. Los ánimos se fueron caldeando en los juegos de Amberes, París, Ámsterdam y Los Ángeles, de tal modo que para la cita en Berlín, en 1936, el régimen nazi de Adolfo Hitler aprovechó cada uno de los eventos para destacar la supuesta superioridad de la raza aria, que tres años después llevó a la humanidad a la más espantosa carnicería desde que nuestros antepasados se bajaron de los árboles y comenzaron a caminar en dos patas.
Los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial no fueron suficientes para que aprendiéramos la lección. Desde que se restablecieron las competencias, en 1948, éstas se volvieron un escenario propicio para la Guerra Fría y para los conflictos religiosos y raciales. Así, los estadounidenses y sus aliados, por un lado, y los soviéticos, los países de la Cortina de Hierro y los del sudeste asiático, por el otro, convirtieron cada edición de los Juegos Olímpicos en un pulso para medir fuerzas entre capitalismo y comunismo. La mitad de las delegaciones no estaba formada por deportistas, sino por espías. En México ’68, los atletas estadounidenses son despojados de sus medallas por hacer gestos de apoyo a las Panteras Negras durante la ceremonia de premiación. En Múnich ’72, terroristas palestinos secuestran y asesinan a once integrantes del equipo olímpico de Israel, y en represalia, el gobierno de Golda Meir ordena una sangrienta operación de venganza que se extiende por años, y en la que mueren tanto culpables como inocentes.
En 1976, el dictador de Rumania, Nicolae Ceauşescu, transforma a la múltiple campeona de gimnasia en los juegos de Montreal, Nadia Comaneci, en un símbolo del poderío del deporte dentro del sistema comunista frente al decadente modelo occidental. En el 79, la Unión Soviética invade Afganistán, y de inmediato, el presidente norteamericano Jimmy Carter anuncia que los Estados Unidos no participarán en Moscú 1980. En el 83, el premier Yuri Andropov, sucesor de Brezhnev, se desquita y declara que los deportistas soviéticos no estarán en Los Ángeles 1984. El enfermo líder del Kremlin y ex director de la temible KGB no vivió para verlo, pero su orden de boicot se cumplió al pie de la letra. Como si estos hechos vergonzosos fueran pocos, durante todo este tiempo, Sudáfrica estuvo al margen de los olímpicos y de la mayoría de competencias mundiales por mantener su odiosa política segregacionista conocida como apartheid.
El fútbol tampoco se escapa…
Por supuesto que el deporte más popular del mundo ha sido utilizado como instrumento político. Si no, que lo digan desde el más allá don Vittorio Pozzo y sus once muchachos que, debajo de la tradicional camisa azzurra italiana, llevaban la negra del partido fascista de Il Duce, Benito Mussolini, amo y señor del estado totalitario instaurado en Italia, en aquella final ante Checoslovaquia, no solamente sufrían los aficionados al ver que los checos se iban en ventaja y que el empate 1-1 forzaba a un alargue, sino que los propios jugadores y el técnico sabían que de no conseguir la Copa Mundo, seguramente les esperaba el paredón. Por fortuna para ellos, Italia ganó 2-1 y todos contentos (¡y vivos!). En desagravio de la selección italiana hay que decir que cuatro años más tarde revalidaron el título ganándole 4-2 a Hungría en tierras francesas, sin la presión del Duce ni el miedo a ser fusilados y que, hasta la fecha, don Vittorio Pozzo ha sido el único director técnico que ha ganado dos veces la Copa Mundial de Fútbol.
Tal vez sea coincidencia, o tal vez no, que como en el olimpismo, los casos de interferencia de la política en el fútbol, estén muchas veces relacionados con regímenes de facto. Si en los primeros hablamos de Hitler, de Ceauşescu y de los dinosaurios soviéticos, al caso de Mussolini con la selección italiana, hay que agregarle ineludiblemente el del Generalísimo Francisco Franco y el Real Madrid de España. Tras la cruenta guerra civil, los nacionalistas, en cabeza del Caudillo, se dieron a la tarea de reconstruir el país y como parte de los símbolos de esa nueva España, según ellos, era conveniente tener algo que trajera entretenimiento a un pueblo que quedó desolado… Y nada mejor que el fútbol para levantar el ánimo de los españoles.
Supone uno que, a pesar de ser gallego, Franco no quiso volver poderosos a los equipos de su tierra natal (El Deportivo de La Coruña, el Compostela, el Deportivo Lugo o el Celta de Vigo) para que la cosa no fuera tan evidente. De modo que se notaría menos si se escogía a un equipo que, como el Real Madrid, había sido campeón solamente dos veces. El resto es historia. Durante el largo mandato de Franco (1936-1975), Real Madrid, con Zamora, Di Stefano, Puskas y demás estrellas que los sucedieron con el paso de los años, ganó 14 ligas y 6 Copas del Generalísimo, que sumadas a las seis Copas del Rey y dos Copas Presidente de la preguerra le daban al Real un palmarés impresionante.
Puede pensarse que el régimen franquista favorecía al Real –al decir de los hinchas del Atlético de Madrid, del Barcelona y del resto de equipos-, pero ese argumento languidece si se miran las seis Ligas de Campeones, las dos Copas Latinas y la Copa Intercontinental, que ganó el equipo merengue en ese tiempo, jugando dentro y fuera de España. Para hacer la de Pilatos habría que decir hubo de parte y parte: que el Real Madrid era apoyado desde el gobierno, pero que también era un muy buen equipo. Y para los suspicaces, después de la restauración de la democracia, el Real ganó otras tres Ligas de Campeones, otras dos Intercontinentales, una Supercopa de Europa y dos Copas UEFA. Por lo demás, desde 1975 ha ganado 14 ligas, cuatro Copas del Rey y siete Supercopas de España. ¿Habrá alguna ayuda de ultratumba desde el Valle de los Caídos para estos logros?
Y claro, el caso de Argentina ’78 resuena en la mente de todos. El gobierno militar encabezado por el general Jorge Videla tuvo a su cargo la organización de un evento que paliara la difícil situación por la que pasaba el ciudadano común de ese entonces. Desde el punto de vista deportivo y económico, los mundiales siempre se arman de manera que el seleccionado local llegue lo más lejos posible, y si queda campeón, muchísimo mejor. Lo que complicó el calendario de los gauchos fue la derrota 0-1 ante Italia en la primera ronda, que los sacó del primer puesto de su grupo y los puso a jugar en Rosario en vez de Buenos Aires. Si a esto se le suma, ya en la fase siguiente, el empate 0-0 y la goleada de los auriverdes 3-0 a los peruanos, el asunto se ponía color de hormiga porque obligaba a Argentina a ganarle a Perú por cuatro goles o más para ir a la final.
Llevamos 30 años oyendo versiones de que sí hubo y que no hubo hechos anormales alrededor de ese juego. Argentina ganó 6-0, pero pocos se acuerdan que cuando el partido estaba sin goles, Perú tuvo un tiro en el palo y segundos después un remate de Chumpitaz no entró de milagro en el arco de Fillol, que estaba vencido y las 50 mil personas en el Gigante de Arroyito apenas contuvieron el aliento. En la final ante Holanda (ver video), de regreso en el Monumental de Núñez, ocurrió algo parecido: en la última jugada del tiempo reglamentario, y con el marcador 1-1, un disparo de Rensenbrik se estrelló contra el poste derecho del arco argentino. La pelota rebotó, un defensa rechazó y sonó el pito que mandaba todo a 30 minutos de alargue en los que Argentina se impuso por 3-1. Entraba ese gol holandés y hoy nadie estaría hablando de maletines con dinero para Ramón Chupete Quiroga, ni de cargamentos de maíz enviados a Lima.
jueves 28 de febrero de 2008, 21:28 COT
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