Escrito, por Javier Pais (licencia Creative Commons BY)
Cuando los organizadores de este Encuentro me propusieron que participara, dudé mucho en hacerlo, pues no soy experto en el arte, ni tampoco en la literatura. Con todo, soy un amante de la lectura, como también hace muchos años ejerzo el hermoso oficio de escribir y enseñar la lengua materna. Imposible que no pudiera encontrar un tema relacionado con tales funciones.
Pensé entonces en la palabra, el habla, el logos, en ese poder maravilloso que nos permite a los humanos y solo a nosotros comunicarnos mutuamente de una manera tan profunda y a la vez tan delicada que nos hace pensar y sentir al otro como si fuera parte de uno mismo. No es exagerado hacer del intercambio de palabras, algo casi como la esencia misma de la comunicación, mucho más que el compartir los bienes materiales y hasta el propio cuerpo.
No es, pues, hipérbole desorbitada, considerar la palabra como algo divino, sino hasta la divinidad misma. En un discurso de nuestro Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, precisamente titulado El poder de la palabra, dice que los mayas tenían un dios de la palabra. Seguro que la mayoría de las culturas primitivas consideraron la palabra como algo recibido de los dioses, algo divino. El cristianismo va mucho más allá. La palabra no es una entre una pluralidad de divinidades, no; la Palabra es el mismo Dios, más aún, el único Dios. Así lo expresa San Juan en el Prólogo de su Evangelio: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. Y como para probarlo, de inmediato le atribuye las cualidades y potencialidades que solo puede albergar el Dios supremo, el único Dios: “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres”. Con todo, mi tema se limita a un aspecto más concreto. El arte de la palabra, y más específicamente, de la maravillosa obra de arte que debió ser la creación de la palabra, tanto hablada como escrita.
Pero antes de entrar en materia debo tocar muy someramente el significado del término arte. Esta palabra, según el Diccionario de la Academia, proviene de otra latina: ars, artis, y tiene varias acepciones. La primera es: “virtud, disposición o industria para hacer alguna cosa”. La segunda es mucho más amplia y expresiva: “Acto o facultad mediante los cuales, valiéndose de la materia, de la imagen o del sonido, imita o expresa el hombre lo material o lo inmaterial, y crea copiando o fantaseando”. Me atendré a esta última.
El arte es una obra humana, mas no cualquiera. Para la mayoría representa una obra de altísima calidad, si no solo de belleza. Con todo, creo que lo que más deberíamos destacar ese esa capacidad de imitar, más aún, de crear algo material o inmaterial, sea copiando o fantaseando, valiéndonos de la materia, de la imagen, del sonido.
En un pequeño texto de divulgación científica, titulado El oído y el lenguaje, Alfred Tomatis dice lo siguiente, refiriéndose a la palabra: “El hombre se nos aparece como ese ser excepcional dotado de una inteligencia tal que ha sabido poner por obra todos los medios susceptibles de expresar sus sentimientos”. De donde concluye que: “El lenguaje es su obra maestra”, aunque de inmediato se plantea un interrogante crucial: “¿Cuán de los dos hace al otro? ¿El lenguaje ha nacido del hombre, o bien, ha sido el lenguaje el que ha humanizado al animal que somos nosotros?”
Para él, como para todos nosotros esta es la “eterna pregunta, que probablemente tendrá el mérito de permanecer eterna, porque, a nuestra escala, carece de verdadera respuesta”. Sí. Es una incógnita. Algo que la humanidad se ha venido preguntando desde hace milenios, pero que quizás nunca podremos descifrar completamente. ¿El lenguaje es algo innato en el ser humano desde su origen, o es creación suya?
En el occidente cristiano, hasta el descubrimiento de la evolución, varios pasajes de la Biblia se entendían de forma literal, con lo que según ella, se daba por un hecho lo primero. Es que en las primeras páginas del Génesis el hombre se ve como un ser creado inmediata y totalmente por Dios con todas las cualidades que hoy lo adornan, entre ellas, por supuesto, la capacidad de hablar. Sin ella el ser humano no sería imagen y semejanza de su creador, como dice Dios un primer relato de la creación el sexto día: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”. Sin la palabra le sería imposible ejercer el don que le otorga diciendo: “mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra”. El segundo relato de gran plasticidad, es aún más explícito. Una vez que lo ha formado del barro y le ha insuflado el aliento vital, lo coloca delante de los demás seres y entonces: “El hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo”.
El bello mito de la Torre de Babel, que se relata unos capítulos más adelante, parece reforzar el hecho de que el lenguaje no es obra, no es creación del ser humano, sino algo infundido por Dios, ya que como castigo a la soberbia de querer elevarse hasta lo más encumbrado de los cielos (querer ser como Dios), lo castiga convirtiendo la única lengua que existía en muchas otras con las que ya no podían ni siquiera entenderse entre sí.
Michel Foucault, en su estudio Las palabras y las cosas, dice que todavía en el siglo XVI se pensaba que: “En su forma primera, tal como fuera dado por Dios a los hombres, el lenguaje era un signo absolutamente cierto y trasparente de las cosas, porque se les parecía… (Con todo) esta trasparencia quedó destruída en Babel para castigo de los hombres… Solo existe una lengua que guarda memoria de ello, porque se deriva directamente del primer vocabulario, ahora olvidado”, el hebreo. Claro que ante el hecho de que ya el latín es la lengua oficial de la Iglesia de Roma, tienen que acudir a malabarismos increíbles, para afirmar que este último es el único vestigio de esa primera lengua impresa por Dios en la creación.
De todos modos, esa interpretación de la Biblia fue la que orientó toda la investigación sobre el origen de la lengua casi hasta nuestros días. Aunque es, precisamente, el hecho de la multitud de lenguas existentes, y las innumerables que ya han desaparecido, (que son muchísimas más que las que entonces se conocían) lo que nos hace pensar que el habla, esa obra maestra, no es un don infuso, sino una obra maravillosa de arte del ser humano.
La razón es muy sencilla. Tanto la evolución, como todos los avances de la ciencia en estos últimos siglos, nos llevan a una concepción del origen del hombre y de su largo desarrollo a través, no solo de milenios, sino aun de millones de años. Han sido muchas ciencias las que han colaborado en su descubrimiento, que nos dan una imagen renovada de su origen. La paleontología, la arqueología, la estratigrafía, la antropología, la biología y más recientemente la genética.
Precisamente hace muy pocos días apareció en la prensa la noticia de una investigación publicada recientemente en la revista Nature, según la cual se ha descubierto el gen del habla, que aunque existe también en otros primates con los cuales está íntimamente emparentado el ser humano y hasta en los ratones, en nosotros presenta con una pequeña mutación que es la que permite articular los diferentes fonemas, la palabra.
Seguir sosteniendo hoy, como lo hacen los creacionistas, que el hombre apareció plenamente desarrollado, me parece que no tiene asidero ante las comprobaciones de la ciencia. Su evolución a partir de los primates, se debe principalmente al bipedismo, lo que influyó en la posibilidad de crecimiento del cerebro, del que, a su vez, brotó la inteligencia, el poder maravilloso de pensar.
Y el pensamiento es el que ilumina el camino para crear el habla, como instrumento indispensable para la comunicación de ideas, sentimientos, emociones. El gen del habla, dicen sus descubridores, es una mutación de un gen preexistente en los primates, que debió darse como acompañamiento normal de ese otro cambio fundamental del cerebro, como una adaptación a las nuevas exigencias de su estructura y funcionamiento.
¿Cómo nació el habla?
En primer lugar diría que no fue una lengua formada, estructurada, o sea, una serie amplia de palabras concatenadas armónicamente, para expresar una afirmación, una negación, un interrogante, una duda o una simple emoción, eso que los filólogos denominan una secuencia de palabras semánticamente coherente. Todas las elucubraciones sobre una lengua única de la cual procederían las demás no tienen, a mi parecer, ningún sentido. El origen debió ser un acto mucho más sencillo, pero no por ello menos trascendental.
La formación de los primeros fonemas: vocales y consonantes, a la vez que se iba determinando un significado, es decir, una representación para cada uno, para cada combinación de unos con otros entre sí. Obra de arte maravillosa; obra creada por el ser humano en cientos y miles de años, a medida que se iba multiplicando y esparciendo por todo el orbe a partir de su primer habitáculo.
Con todo, antes que el habla, como lo dice Tomatis, su origen fue la escucha: “En la noche de los tiempos… los primeros hombres lanzados súbitamente hacia diversos rincones del globo, tuvieron que vivir… con el 'oído atento'… Este debía… tenderse hacia todo indicio sonoro anormal, susceptible de evocar la proximidad de la presa o del peligro”.
Debió ser la necesidad de relacionarse con el medio lo que aguzó el oído, la escucha, para ir distinguiendo la multiplicidad de sonidos circundantes: el susurro de la brisa o la agitación del vendaval; el fluir del agua por las peñas o en el remanso de un pequeño valle; el trueno aterrador del rayo o la cadencia rítmica de las olas en el lago o la playa del mar, no menos que el canto melodioso de las aves, el rugido de las fieras, el repiqueteo del trote de los corceles, el serpentear de los reptiles, y mil y mil sonidos que pronto trataría de imitar con los sonidos que el mismo iba inventando con una creatividad y una imaginación, que nos deberían llenar de admiración y gratitud. A la vez, era la necesidad de alertar al otro de un peligro, invitarlo a hacerle compañía, manifestarle sus sentimientos, sus necesidades, su apoyo.
Así irían apareciendo primero que todo las vocales. De unas voces informes, indefinidas y aun, quizás, disonantes verían esos primeros humanos que se podían modular fonemas diferentes a medida que, al expulsar el aire, se abría o se iba cerrando más o menos la cavidad bucal. Pronto se definieron cinco, desde la más abierta, a, hasta la más cerrada, u, aunque el movimiento de los labios podía imprimirle a cada una modulaciones más y más variadas. El hecho asombroso es que todas, o casi todas las lenguas del mundo, tienen como componente básico esas cinco vocales, muchas veces mezcladas entre sí en diptongos, triptongos e hiatos, pero también en combinación con las consonantes en múltiples mixturas y conjuntos.
Con todo, una obra maravillosa de arte mucho más exquisita, una especie de trabajo de orfebrería, de filigrana de crochet, de pintura de preciosas miniaturas, de conjugar múltiples piedrecillas de variados colores en caleidoscópicos mosaicos, debió ser la creación de las consonantes. La gran variedad de su estructura, como lo muestran sus nombres: labiales, silbantes, dentales, paladiales, linguales, linguopaladiaes, nasales, resonantes, todas ellas oclusivas, obstructivas, fricativas, sordas o sonaras, nos demuestra una creatividad asombrosa, una obra asombrosa de arte del ser humano. Al comienzo sería solo el arte de la imitación onomatopéyica o mímica, tanto de seres animados como de los inanimados: el viento, el agua, el trueno, el oleaje, muchos otros fenómenos que iba detectando a medida que aguzaba más y más su oído, y modulaba con mayor maestría todo el conjunto asombroso de los órganos del habla: pulmones, faringe, cuerdas bucales, paladar, lengua, labios, nariz.
Julio Cejador y Frauca habla, no se con qué sentido, de sonidos primitivos y derivados. Los primitivos serían los que se encuentran en casi todas las lenguas, razón no despreciable, pero demasiado simple: “Desde el punto de vista fisiológico las vocales y consonantes que pertenecen a todas las lenguas y se pueden emitir con naturalidad y facilidad son primitivas”. Están, antes que nada, las cinco vocales: a, e, i, o, u, las más fáciles de pronunciar, pues solo se requiere emitir el aire con una mayor o menor abertura de la boca. Luego vienen las consonantes que se encuentran en todas o casi todas las lenguas, las cuales requieren una modulación especial. Según él, serían las labiales: p, b, m, las silbantes o dentales: s, z, la lingual r, la linguopaladial: l, las linguodentales: t, d, las paladiales: k, g, y las nasales o resonantes: m, n.
Tampoco veo la razón para afirmar que hay fonemas detestables y hórridos, que afean las lenguas, y serían los que se encuentran en un número menor de ellas, los cuales debemos considerar derivados de las primeras por un proceso de corrupción. En nuestra lengua coloca los siguientes: ch, j, ñ, rr, y. ¿Admitiremos que júbilo, resonancia, niño, chisporroteo, yugular son palabras que afean nuestra lengua por poseer dichas consonantes? O es que, acaso, ¿podríamos pasarnos la vida sin un chicharrón de cien patas, un jamón serrano, una recompensa generosa, una yegua briosa y una ñapa de encima?
El gran músico compositor de óperas majestuosas Richard Wagner opinaba, en cambio, que el lenguaje primitivo sería vocálico, mientras que la consonante fue un elemento racionalizador. Según él, la introducción de la música en la palabra fue como el retorno a la inocencia primitiva del lenguaje, de donde concluía que la palabra es una “obra de arte total”.
Los fonetistas hablan también de alófonos, de modalidades un poco diferentes de los diferentes fonemas, ya sea por la posición dentro de cada sílaba o palabra: principio, medio o final, ya por la característica de las diferentes lenguas, ya por mil razones más.
Imposible seguir ahondado más en tema tan bello pero inagotable. No obstante, no puedo omitir cuatro elementos físicos que enriquecen aún más cada uno de los fonemas, sílabas, palabras, oraciones y discursos que pronunciamos: la intensidad, que depende de la cantidad de aire emitido; el tono: alto, medio o bajo, producto del tipo de cuerdas bucales que hacemos vibrar en mayor o menor cantidad y que medimos por ciclos o hertzios; el timbre, mezcla de esas mismas vibraciones “al producirse la sacudida de la fuente en el medio ambiente”; y, finalmente, la duración cuando alargamos o acortamos el sonido de cada fonema, de cada sílaba, de cada palabra.
Y ni qué decir de las diversas modalidades que imprimen las voces de niños y niñas, adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos y ancianas, o de acuerdo a la diversidad de regiones y climas que afectan la modulación del habla. No es lo mismo el trópico que los polos, ni las orillas del mar que los riscos más escarpados de las montañas.
De los fonemas a las palabras
La inventiva, la creatividad, la vena artística de nuestros remotos antepasados no tenía límites y no paró ahí. Luego vino algo que nos parecería juego de niños, pero cuya trascendencia nos debería sobrecoger. La combinación de unos fonemas con otros, en variedad impresionante. Si el japonés, por ejemplo, se puede hablar con un máximo tan reducido de cien sílabas fonéticas, un cálculo muy aproximado de las de nuestra lengua puede acercarse a mil, empezando por las simples vocales: a, e, i, o, u, siguiendo con los diptongos e hiatos, hasta catorce cada uno, luego los triptongos, la combinación de los 17 ó 18 fonemas consonánticos con cada una de las cinco vocales antes o después, hasta conjuntos de dos, tres y cuatro consonantes con una sola o varias vocales, para integrar luego miles, decenas y aun centenares de miles de palabras desde los monosílabos hasta los polisílabos agudos, graves, esdrújulos y sobreesdrújulos, con una variedad, una sonoridad, unas cadencias maravillosas.
Toda esta multitud asombrosa de sílabas y palabras que se prestan maravillosamente para la métrica y la rima, no pasaría de ser un simple juego de ingenio y no una obra de arte, si simultáneamente no viniera con ella la labor inmensamente más prodigiosa de irle colocando a cada una de ellas significados más y más ricos cada vez. Se comenzaría por los objetos físicos, empezando, por su puesto con su propio cuerpo: boca, ojo, oído, labio, rostro, frente, mano, pie. Luego el entorno; árbol, río, lago, cueva, piedra, tierra, cielo, al igual que los alimentos: raíz, tronco, fruta, ave, pez, y tantísimos más. Finalmente sensaciones como frío, calor, lluvia, nieve, rayo, trueno, tempestad, o movimientos y gestos, como reír, llorar, hablar, oír, correr, comer, dormir, hasta espiritualizar más y más su pensamiento en palabras abstractas como cariño, bondad, ternura, colaboración, generosidad, infinitud.
Proceso, como lo describe Tomatis, que debió comenzar como el del niño cuando empieza a reproducir o tratar de crear sus primeras palabras balbucientes: “Lo único que cuenta, dice, es la primera palabra. El resto no es más que un juego, un juego de construcción acústica”, (no menos que de creación artística, por infantil que parezca, agrego yo). “Que los labios se extiendan y pongan fin al gesto de succión, y “pa-pa-pa-pa” sucederá a “ma-ma-ma-ma”. Han nacido las dos palabras esenciales… Durante mucho tiempo, nuestro glosario no corresponderá más que a desdoblamientos, tales como mamá, papá, pipí, popó, dodó, dadá, tata, caca… Cuando lleguemos a corregir este defecto de repetición, no conservaremos sino las palabras a las que hemos atribuído un valor significativo importante, tales como mamá y papá. Las otras seguirán siendo palabras de niños”.
Para este momento trascendental en la evolución del ser humano, hace miles, si no, cientos de miles de años, ya ellos se habían empezado a disgregar por regiones extensísimas. De su África nativa habían empezado a esparcieres por Eurasia, de sur a norte, de oriente hasta occidente. A cada sílaba que iba creando cada nuevo grupo, iría simultáneamente asignando un concepto propio. La “mano” nuestra, procedente del latín, es “hand” en inglés, “te” [手] en japonés e innumerables nombres más por todo el orbe.
En el estudio de diversas lenguas nos encontramos, ¡oh paradoja!, palabras de idénticos fonemas en uno y otro, pero con significados absolutamente diferentes. Con mis compañeros españoles cuando vivía en el Japón, no podíamos menos de solazarnos con algo tan elemental y cotidiano como el saludo cotidiano, inaudito para nosotros: “Ikaga deska [いかがですか]” (¿Como estás?) al cual, para responder de la manera más elogiosa, hay que decir: “Okague sama de, genki desu [お陰様で、元気です]” (Estoy bien gracias a su sombra -eso significa kague, que va precedida del honorífico “o” y seguida del respetuoso “sama”-). Los demás compañeros de treinta países: norteamericanos, alemanes, húngaros… encontraban también palabras de sus propias lenguas, pero con significados desconcertantes.
Hay lenguas monosilábicas como el chino y el primitivo inglés (que lo digan, tan solo, los nombres de casi todas las partes del cuerpo humano: Head, hair, ear, eye, nose, mouth, lip, hand, foot, heart, long, etc.). Sus fonéticas son muy complicadas precisamente por lo mismo. La gran mayoría, en cambio, son polisilábicas, algunas tan melodiosas como el griego, el italiano, el portugués y, por supuesto, nuestra bella lengua, el español. Otras son menos armónicas, al menos para nuestro oído, como el alemán, o tan monótonas como el francés. Dicen que el gran emperador Carlos V, gran políglota, afirmaba: "Hablo latín con Dios, Italiano con los músicos, español con las damas, francés en la corte, alemán con los lacayos e inglés con mis caballos". Sin tanto abolengo, desde pequeño oía recitar casi lo mismo, pero en verso: “Habla a Dios en español, a tu mujer en italiano, a los hombres en francés, a tu lebrel en germano y a tu caballo en inglés”.
El arte, cada vez más polifacético e impactante, continúa sin pausa y sin límite en todas las lenguas, y seguirá creciendo sin cesar. El sustantivo se desdobla en adjetivo, en verbo, hasta en adverbio, se le agregan prefijos y sufijos, se agranda con el superlativo, o se empequeñece con el diminutivo, y de él se van extrayendo multitud de derivados en una riqueza y profusión generosas. Amor, amar, amado, amante, amando, amoroso, amorío, amorcito, enamorado, enamorador, desamor, desamoramiento, y muchas formas más además de los masculinos y femeninos, singulares y plurales y las numerosas desinencias verbales de modos, tiempos y personas.
Guardo desde hace tiempos un artículo periodístico en El Mundo, del Dr. Gabriel Márquez Cárdenas, sobre los diminutivos. Dice que: “La abundancia de sufijos y la facilidad de combinarlos hace posible que de una misma palabra puedan formarse numerosos derivados con diferencias de significados o matices”. Y coloca a continuación un sinnúmero de diminutivos de la palabra chico: Chiquito, chiquillo, chiquitín, chicuelo, chiquilín, chiquitín, chirringo, chiquitico, chirriquitico, chiquilindrín, chirringuito, chirringuitico. A veces pueden ser reforzados también con prefijos que le dan carácter de superlativo al propio diminutivo: rechiquillo, rechiquitín, retechiquillo, requetechiquito, requetechirriquitico, y hasta superchiquito.
Cómo hubiera querido seguir ahondando en el arte de la palabra, con la historia de la creación de la escritura, desde las maravillosas pinturas rupestres de hasta 30.000 años de antigüedad en Altamira, Atapuerca y muchas otras cuevas más del norte de España y sur de Francia, principalmente, hasta llegar a lenguas aún solo ideográficas como el chino y coreano, y las alfabéticas, todas originarias del medio oriente, aunque por dos ramas o vertientes de inmensa riqueza: la semita, del hebreo y el árabe, y la occidental del griego, el latín y el ruso (cirílico), todas las cuales invaden hoy los cinco continentes. También estas, y en qué manera, son parte de esa obra de arte maravilloso que es la palabra hablada y escrita.
Bibliografía
BIBLIA DE JERUSALÉN
DICCIONARIO DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA
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