|
Antonio Muñoz Molina (Foto: © Alfaguara) |
He tenido la oportunidad de conocer personalmente a algunos escritores que admiro. Debo señalar que no siempre estos encuentros han sido felices. En algunos casos han resultado incluso decepcionantes. No porque yo espere que el autor sea un tipo simpático ni mucho menos. Lo único que espero es que se parezca a sus libros. La decepción viene cuando la persona real no coincide con la imagen que me he hecho de ella a través de su obra. Lo cual, por supuesto, no es culpa del escritor en cuestión. Pero en ningún caso eso ha influido en la opinión que me haya creado previamente sobre sus libros que me seguirán gustando si ese era el caso.
Lo que más me impresionó de Antonio Muñoz Molina —por estos días en la ciudad de Ámsterdam invitado a pasar seis semanas como escritor residente por el Letterenfonds— es que es exactamente igual a como me lo había imaginado. Es decir, exactamente igual a como, a mi juicio, él se revela en sus libros. Casi al final de la entrevista que me concedió una mañana de septiembre, y a propósito de una frase suya en la novela La noche de los tiempos, me comentó con una sonrisa: “Ayer me dijo mi esposa una cosa que me gustó mucho. Me dijo: un escritor debe avergonzarse a veces un poco de lo que haya escrito. Avergonzarse en el sentido de que debería darle pudor haber sido demasiado franco en lo que ha escrito. Avergonzarse, no por haberlo escrito, sino por haber mostrado demasiado”.
Bueno, Muñoz Molina bien podría morir de vergüenza. Toda su obra es una revelación de sí mismo. Por fortuna, pues en eso radica buena parte de su fuerza y su atractivo. La fuerte carga autobiográfica de sus personajes y circunstancias es lo que hace fascinante la elaboración de uno de los temas más recurrentes de sus libros, España, la prodigiosa transformación de ese país en unas cuantas décadas. La franqueza desprejuiciada con la que el escritor describe la España rural de su niñez y su primera juventud, Úbeda, es la misma de Muñoz Molina cuando habla. Alguien a quien le gusta llamar al pan pan y al vino vino.
El jinete polaco (1991), otra de sus obras mayores, “trata de ese cambio de mi generación, un cambio con partes buenas y malas, que se hace rápidamente y desigualmente. Pero es un cambio. Antes de 1975 España era un país patriarcal y ahora es un país igualitario. Cuando una dictadura dura mucho las cosas tardan mucho en cambiar. Pero cambian. En España hay bastantes mujeres con posiciones de responsabilidad en cargos, hay aceptación de la homosexualidad… ”. Muñoz Molina recuerda a un chico de su pueblo, un joven hijo de inmigrantes que regresaba de vacaciones al pueblo con una novia holandesa. “Dormían los dos en el mismo cuarto sin estar casados. Esto era motivo de escándalo, pero te permitía ver que hay otro mundo posible”.
Desmitificación de la guerra. “Los hunos y los hotros”
“Nunca había entrado directamente en materia en asuntos políticos… como en La noche de los tiempos”. Dice Muñoz Molina a propósito de su última gran obra en la que se mete de lleno en un escenario de guerra, en el desorden sangriento que se apodera de Madrid el verano de 1936, en los comienzos de la guerra civil. “Las tragedias del pasado pueden determinar la vida de un país durante mucho tiempo”.
En la última década ha habido en España una gran producción de obras con el tema de la guerra civil. Muchos escritores e intelectuales se han puesto a reflexionar y a proponer interpretaciones sobre lo que pasó en la guerra. ¿A qué obedece este súbito interés por un tema que había quedado relegado en años anteriores? ¿Sigue siendo la guerra parte muy viva del imaginario público español? ¿Hay todavía mucho que decir, muchas cosas oscuras?
“En la década del 2000, los años de Zapatero, se puso de moda la guerra civil y se decía que nunca se habían tratado antes esos temas que ahora se estaban descubriendo. Muchos dijeron eso, que había habido en España un silencio, un silencio asustado”. Esto es algo que irrita a Muñoz Molina porque, “… no es verdad. Se habían escrito cientos de libros, lo que pasaba era que no les habían prestado atención”. No está de acuerdo con que se diga que solamente ahora comienzan los intelectuales españoles a cuestionarse la guerra. “Yo, en mi propio trabajo, desde mi primera novela he tratado ese tema, de cómo la memoria del pasado se integra en el presente y cómo el pasado actúa sobre nosotros… Cuando yo hice mi primera novela en 1986, recuerdo que recibí un reproche, ¡hombre, una novela con la guerra civil! No estaba de moda. En los años ochenta en España había que ser moderno, había que ser almodovariano”.
Hoy día la guerra es tema de actualidad e incluso bandera política. Algunos sectores de izquierda se han propuesto remover los escombros de la guerra, encontrar las fosas con los cuerpos para darles sepultura. ¿Dónde están los restos de García Lorca? A principio de año el Poder Judicial español suspendió al juez Baltasar Garzón de la Audiencia Nacional por investigar los crímenes del franquismo. La derecha postfranquista preferiría pasar la página pero protesta sin embargo por el retiro de las estatuas de Franco de las plazas públicas. ¿Serían estos dos sectores todavía los representantes de las llamadas dos Españas?
“Nunca ha habido dos Españas, eso es un invento”. Este punto de vista de Muñoz Molina queda claro en La noche de los tiempos, obra en la que el autor se propuso, con éxito, desmitificar una guerra que ha sido romantizada al máximo, que ha quedado en la memoria —no sólo de los españoles sino de todo el mundo— como un evento heroico en el que la barbarie se enfrentó a la democracia. Muñoz Molina piensa que una de las funciones de la literatura, al igual que la historia, es “mostrar que las cosas no son simples, que son complejas. Que la realidad es más compleja de lo que parece. Para simplificaciones están las ideologías y los catecismos”. Los que en la década pasada comenzaron a escribir sobre la guerra “tenían además un recuerdo terriblemente sectario y simplificador, poco sofisticado políticamente, un recuerdo de reivindicación del bando republicano en la guerra civil, como si la República y la guerra civil hubieran sido una cosa de buenos y malos, una cosa simplista”. Resalta también que en España se comenzó a ver la guerra no como una desgracia —lo que había sido— convirtiéndola en una especie de épica entre un bando de heroicos y un bando de malvados. “No había dos Españas, había muchas cosas diferentes. Tampoco la guerra era inevitable”.
En esta obra, Muñoz Molina nos deja ver las diferentes fuerzas que se expresaron durante la guerra civil. Lo interesante es que lo hace desde la perspectiva de un escéptico —un tibio, como llamaban entonces a gente como Ignacio Abel, el protagonista de la novela— un hombre que aunque tiene unas claras simpatías políticas, predomina en él su espíritu humanista, crítico, racional, despojado de prejuicios políticos, que condena los abusos que se cometen de lado y lado. Un hombre que no quiere tomar partido porque ha visto que la barbarie se expresa en todas las huestes. “Los hunos y los hotros”, expresión que José Bergamín le atribuye en el libro a un Miguel de Unamuno decepcionado por lo que estaba sucediendo en el país, y que Abel/Muñoz Molina no desaprobaría. Este es quizás el mayor mérito de la obra, la distancia con la que el personaje observa los acontecimientos a pesar de que él mismo, su familia, sus amigos, su amante, todos se hallan envueltos fatalmente en la historia.
“Una cosa que tenían en común todas las personas que conocí de niño que habían estado en la guerra, también mi propio abuelo, era que casi todos habían ido forzados. Eso es muy importante, es algo que no se dice en los libros de historia, ni siquiera en las novelas, que la gente va a la fuerza… Mi abuelo paterno se pasó los tres años en el centro. Decía que él nunca había apuntado para matar a nadie, que ellos no le habían hecho nada”. Esto es también parte de la visión desmitificadora del autor y de su personaje el arquitecto Abel, porque el caos, la destrucción y la sangre que generan las guerras no son en ningún caso una alternativa deseable.
El proceso de creación: la semilla
La noche de los tiempos no resulta fascinante solamente por su temática, sino también por la manera como está construida. A medida que se va avanzando en la lectura de sus casi mil páginas tenemos la impresión de que progresamos por las formas cilíndricas de una espiral, como andar por la arquitectura interior de un caracol. Es la manera como se mueve el narrador por la cabeza de Ignacio Abel. ¿Cómo se crea una novela como ésta?
“Este es un trabajo que no planeas, es algo en lo que te encuentras de pronto. La obra fue saliendo según avanzaba la escritura. Esta novela fue el resultado de una explosión inesperada. Estaba pensando hacer una cosa y de pronto surgió otra. Lo que pensaba hacer adquirió una dimensión involuntaria. Siempre lo que he escrito ha sido en parte resultado de una sorpresa, me lo he encontrado”.
Dice que por lo general sus obras parten de una semilla. Lo que caracteriza una semilla es que es algo muy pequeño pero con un gran potencial. “En este caso tenía una idea muy simple. Siempre me ha llamado la atención escribir sobre el desplazamiento de la gente, sobre los exilios, ya sean voluntarios o no. Esa idea me vino del tiempo que trabajé en una pequeña universidad en los Estados Unidos, un día viajando por la orilla del río Hudson. El tren salía de Nueva York. Iba solo. Me llevaron a una casa de invitados. Entonces empecé a pensar en un cuento que fuera la historia de alguien que viene de un mundo conflictivo y que llega a ese lugar. El profesor que me había invitado a esa universidad era un exiliado rumano. En esa universidad está enterrada Hannah Arendt. Me enseñaron unos pabellones muy interesantes construidos entre bosques con una arquitectura de los años treinta hechos por un arquitecto alemán que había venido de Europa. Entonces empecé a escribir una historia sobre un exiliado yugoeslavo que llega allí en los años después de la guerra. Ese escritor habla una lengua que sólo habla el profesor que lo ha invitado. Pero todo esto es visto desde el tren en que viaja… Después pensé que podía ser un profesor español en la época de la guerra civil, y pensé en la historia del poeta
Pedro Salinas, que se había enamorado en Madrid de una estudiante americana que había ido a Madrid a hacer su tesis y a quien había dedicado sus poemas más importantes. Esto me llevó a la historia real de Salinas, a la historia de su familia, la de su esposa que cuando se entera intenta suicidarse tirándose a un río”.
Así empezó a crecer la obra. A partir de los dos personajes centrales, luego el tren, luego la esposa que empieza siendo una sombra y que va tomando presencia. “Adela, la esposa, inicialmente era un personaje secundario, pero el arte de la novela es ver la historia desde el punto de vista de cada persona, no hay personajes secundarios, todos son protagonistas”.
El otro personaje clave es el profesor Rossman, un judío alemán, que nos transporta constantemente al tema de la arbitrariedad e irracionalidad de la guerra. “Rossman está basado físicamente en un señor que yo conocí en Nueva York que había huido de Rumania a los doce años. Era un gran hispanista. A sus 79 años seguía soñando con la Gestapo. Eso me pareció terrible”. En el libro, Rossman, exiliado en Madrid huyendo del horror de los nazi, se ve ahora confrontado al horror de una guerra que lo percibe, en tanto que alemán, como alguien sospechoso. La víctima del nazismo termina por pura confusión siendo víctima de los republicanos españoles. “Mi editora americana es una señora de origen yugoeslavo, serbia que vivía en un pueblo de mayoría croata. Un día llegaron los vecinos y se llevaron a su padre y hermano y los mataron”. Para Muñoz Molina nada justifica la violencia. Y se pregunta, “¿hasta qué grado de parentesco estarías dispuesto a justificar la violencia, un sobrino, un hijo? ¿Dónde paramos?”.
Seis semanas ha estado Muñoz Molina en Ámsterdam en un mini exilio de su casa de Madrid. En una entrada de agosto en su
bitácora personal habla sobre este viaje y la pena que en el fondo le causa dejar Madrid este verano, irse de casa, “dejar mi cuarto, mis papeles, mis libros y mi música”, a pesar del entusiasmo que le suscita también la novedad de un sitio por descubrir. Si nos guiamos por sus
Cuadernos de Ámsterdam —las páginas breves de un diario que fue surgiendo a partir de imágenes concretas, una persona en la calle, un parque, una plaza— su entusiasmo sólo se acrecentó con el descubrimiento paulatino, día a día, de la ciudad. “Gracias a la bicicleta llego tan lejos algunas mañanas que se me acaba la ciudad”, dice en
otra entrada.
Quién sabe qué cosas se le habrán pasado ahora por la mente a este hombre del sur recorriendo una ciudad del norte en el comienzo de otoño lluvioso. Qué paisajes urbanos, qué gentes vistas desde su deambular en bicicleta, qué fantasía recreada a partir de un Vermeer del Rijksmuseum serán ya la semilla de una historia que comienza a germinar en su cabeza.
Amira Armenta es historiadora y trabaja con una ONG internacional en temas de políticas de drogas. Cuando tiene tiempo, escribe sobre libros y cine. Es autora del libro Een nieuwe tong (Una lengua nueva).