Combatientes sin entusiasmo y jefes de un mito
Columnas > Paso sin destinoPor Lukas Jaramillo Escobar
mircoles 19 de agosto de 2009 18:24 COT
El idilio es al deseo lo que el mito es al entusiasmo.
Mal habido el diario de un paramilitar en el libro Paracos, que intenta decorar sin éxito una vida ridícula para una guerra inmadura con caricaturas de enemigos, que recrean una vida de despropósitos, de contradicciones, carente de cualquier entusiasmo, sin ninguna dificultad real que pudiera por lo menos simular un poco de heroísmo. Las barrigas pronto reemplazan los cuerpos campesinos y el whisky, mareado a hielos, la cantimplora de la estética militar. No se esconden muchas realidades en el presunto diario de aquel delincuente y menos que no tenía muy claro su lugar en el mundo, ni en esa historia de gestas de días y parrandas de meses. Se tiene que reconstruir sin elementos un cuento que no tuvo buen momento: según él empezaron robándose unas vacas y de pronto ya tenían una empresa, luego la extorsión con el homicidio de civiles y de ahí el narcotráfico.
Con el proceso de desmovilización todavía nos sorprendemos de los pocos escrúpulos para relacionarse y dejarse penetrar por el narcotráfico en las AUC, pero eso no tiene sentido, qué va a importar participar de la cadena del narcotráfico después de haber matado, en cualquier jerarquía de valores sería “estar ya entrado en gastos”. La sicosis de los paramilitares es un monumento (todavía pienso que exagerado) a una enfermedad mediana que hace que este país culposo de nacimiento ande más preocupado por el narcotráfico que por el homicidio, sin saber muy bien cuál de los dos es su negocio insigne.
Ante el panorama mundial de las redes criminales y mirando que para que el narcotráfico exista se necesita de pillos en Colombia, en Estados Unidos y Dinamarca, uno se debería preguntar cuáles son los delincuentes que merece Colombia, porque en este negocio del narcotráfico para procesar la cocaína no sólo se requiere de éter sino de sangre en abundancia, baldados de cualquier pendejo adolescente que en la ciudad o en el campo protege los predios de cualquier gordo que aportó al negocio su profunda mezquindad y ausencia total de escrúpulos con lo que avanzó, mintiendo, estafando y traicionando y que ahora, gracias a una Colombia sin papá y desvirtuada entre campo y ciudad, vicio y hormonas, aporta los muertos necesarios para que cualquier suizo varado se drogue sin hacer mucho ruido.
Asesinar a un hombre en nombre de un ideal, no es defender un ideal, es asesinar a un hombre (parafraseando a un humanista). Igualmente, el fin no justifica los medios, pero cuando no hay fin, ni hay ideal, asesinar y dentro de una maquinaria que sistemáticamente lo exige, el camino de vuelta hacia la propia humanidad se va borrando y se puede enfermar profundamente de convertirse, sin escape, en una mentira: la falta de todo sentido, el último sinsabor.
Todavía nos resta en Colombia, cuando vemos que las redes criminales están vigentes en su capacidad de recomponerse con un poco de información genética-organizacional (que permite que cualquier chofer de narco tome las riendas y abra las arcas de la contratación con recursos infinitos), lidiar con personajes tremendamente inmaduros que confiesan, como dando cuenta de que no pueden ser algo por fuera de la chapa que se formaron sin méritos, que en algún momento decidieron continuar por el placer de que los llamaran jefes (Serrano, 2009: 38-42). Los mafiosos, nuestros delincuentes, aparecen en cualquier testimonio autobiográfico como adolescentes perpetuos que son capaces de convencerse de que están extorsionando a los campesinos para que la guerrilla no los extorsione más o que son los menos narcos y por eso su matanza, por lograr un monopolio, es justa.
No hemos aprendido en el mundo a curar aún a algunos seres que estuvieron en guerras sin honor; la labor de retornarles su humanidad es ardua cuando la única ruta es repasar el dolor infringido. A los desmovilizados hay que graduarlos en ciudadanos como a miles de campesinos que no han vivido ese proceso, pero menos abstracto es hacerlos funcionar por encima del amparo de una ficción construida por todos los atajos y sobre el dolor de otros, con deseos sencillos, pero muy propios y auténticos, que reemplace idilios frenéticos y que allí donde había un mito, con algo de agonía, cree la responsabilidad que sólo se compensa por los pequeños encantos de ser anónimo.
jaramillo.lukas[arroba]gmail.com
mircoles 19 de agosto de 2009, 18:27 COT
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