El Carmen de Viboral, 1992
Era un domingo por la mañana y la incertidumbre que había generado la catástrofe de la noche anterior ocurrida en el estadero “Mi casita”[1] de la vereda Campo Alegre no tardó en sentirse. La señora Sofía Paredes fue asesinada en su casa y su esposo, Albeiro Domínguez, fue trasladado de urgencia al Hospital San Juan de Dios del municipio de Rionegro, donde murió a causa de un infarto mientras le realizaban una intervención quirúrgica por las heridas de bala que había recibido la noche anterior.
Todo parecía indicar que el motivo del asesinato tenía que ver con un factor político, ya que Albeiro fue el primer alcalde de El Carmen de Viboral electo por voto popular y era una figura política en el municipio, él era la mano derecha del alcalde que en ese tiempo ejercía el cargo y era aspirante a una nueva candidatura. Aun así, no existían sospechosos. Como sucede en Colombia, el crimen parecía quedar impune. El Carmen sería víctima de Alzheimer colectivo y de aquel sentimiento de frustración por parte de los carmelitanos sólo quedaría un vago recuerdo que iría desapareciendo en la cotidianidad.
Tras las paredes
Una mañana, después de varias semanas del asesinato, una mujer caminaba agitadamente por las calles del pueblo, llegó a la Inspección de Policía y empezó a revelar detalles que podían ser la clave para encontrar a los asesinos de aquella noche. Dijo saber quiénes mataron a Sofía y a Albeiro.
La noche anterior, tres jóvenes en estado de embriaguez se habían sentado junto a la ventana de su casa, en medio de la borrachera y del sentimiento de triunfo que sentían, rememoraron en voz alta lo sucedido en el asesinato, el hijo de Albeiro, Fernando —cuarto de cinco hermanos, y que entonces tenía quince años de edad— los había contratado. Ella, aunque no salió ni se atrevió a mirar por la ventana los rostros de los asesinos, aseguró reconocer sus voces, porque dos eran vecinos suyos y eran hermanos.
Con base en esta información Fernando y los hermanos fueron retenidos, bajo las garantías que les ofrecía la ley por ser menores, y confesaron el asesinato, el cual Fernando había perpetrado con el fin de conseguir la herencia de sus padres. En los hechos apareció un cuarto implicado, un sujeto de dieciocho años, del cual no se sabe nada hasta ahora, pues huyó inmediatamente fueron capturados los otros.
Cómo sucedieron los hechos
Era un sábado por la noche, Albeiro y Sofía cerraron “Mi casita” a las diez de la noche, como de costumbre, y se dirigieron hacia su casa que se ubicaba en el mismo terreno; cruzaron el césped, entraron y cerraron la puerta con seguro para evitar los peligros del mundo exterior, ignorando por completo la oscuridad que rondaba dentro de su hogar. En un ritual semejante al de un gato que acorrala a su presa, ellos salieron de su escondite y los rodearon a ambos, que se encontraban víctimas del pánico y de la sorpresa. El ambiente fue invadido por el estallido de un proyectil ensordecido por los gritos, Sofía cayó muerta, y posteriormente Albeiro fue herido de gravedad, los agresores escaparon de la escena del crimen. Del asesinato sólo fue testigo su hermano menor, un bebé que dormía en su cuna y que no representaba peligro alguno para Fernando, por esto no tuvo necesidad de matarlo también.
Sus hermanos mayores estaban en Medellín. Él sólo tuvo que fingir inocencia, llorar junto con ellos por la muerte de sus padres en el funeral, asistir a las novenas y a las conmemoraciones que se hicieron en nombre de Albeiro, exigir justicia como lo haría cualquier víctima y esperar a que finalmente la herencia fuera repartida.
Como ya se mencionó anteriormente, entre los implicados en el homicidio sólo había un mayor de edad que escapó y para los demás la única condena legal que podían recibir era ser internados en un centro correccional de menores. En diciembre del mismo año (1992) los dos hermanos obtuvieron permiso para salir a visitar a su familia, pero antes de llegar a su hogar, ambos fueron asesinados. No se sabe quién lo hizo. De Fernando no se sabe mucho, sólo que salió de la correccional y se fue para Bogotá, no se sabe a qué —no regresó nunca a El Carmen— y que luego se fue para Cali donde murió abaleado. En comparación con sus hermanos no fue muy distinta su suerte, ahora sólo queda su hermana que vive en Estados Unidos con su hermano menor, al cual crió como un hijo.
¿Se hizo justicia?
Tal vez parezca un alivio que se encontraran los culpables del crimen, pero es lógico pensar que todo quedó impune. La justicia colombiana es muy flexible con las condenas que se aplican en los centros de reclusión, ya sean cárceles, o correccionales. No es una sorpresa que Fernando no obtuviera una condena mayor y que haya muerto en Cali, después de casi diez años de asesinar a sus padres, como un ciudadano libre. Tampoco será una sorpresa cuando Luis Alfredo Garavito salga libre gracias a su buena conducta, y su condena inicial de 60 años termine rebajada a entre doce y dieciséis años. Tal vez también quedará la pregunta de si se hizo justicia.
Puede que sea imposible pedirlo en un país donde el mismo Estado comete atropellos contra los ciudadanos para justificar su ineficiencia. Recuerdo que una vez un conocido mío fue “capturado” en un teléfono público por el DAS (expertos en espionaje y en hacer chuzadas telefónicas a personajes como los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, periodistas, sindicalistas, profesores y trabajadores de toda índole) mientras llamaba a su esposa durante su hora de almuerzo en el trabajo, ya que supuestamente desde este teléfono se estaban realizando llamadas extorsivas a un restaurante. Después de que pasara varios meses en la cárcel “confirmaron su inocencia”. Hasta donde supe, el Estado no le dio dinero de reparación por los daños físicos y emocionales. ¿Acaso ellos no son victimarios?
[1] Varios nombres, tanto de lugares como de personas, han sido cambiados para proteger la identidad de los protagonistas.