Darwin a la carta
Estancias > Primera planaPor Marsares
lunes 2 de marzo de 2009 7:56 COT
Panel de Darwin, por Pasquale Baroni (1890 ca., Museo de Anatomía Humana de Turín; imagen en el dominio público)
Por Darwin sabemos de dónde venimos y cómo llegamos a ser lo que somos. Hace 195.000 años habitábamos unos cuantos en las entrañas de Africa y dimos comienzo a una aventura fascinante que nos llevó a colonizar todo el planeta. Fuimos capaces de sobrevivir a las condiciones más adversas, de adaptamos a todos los entornos y de dominar a todas las especies. Hoy enfrentamos un nuevo reto: dirigir nuestra propia evolución.
Manipulando sus genes lo estamos haciendo con otras especies. Los transgénicos comienzan a incorporarse a nuestra vida cotidiana y no hay razón para que en el futuro, cuando leamos con fluidez nuestro genoma, no lo hagamos con nosotros mismos. Por eso se presagia que en apenas unas pocas centurias nuestros descendientes tendrán una vida más larga, y con su programación genética hecha a la medida, podrán tener casi cualquier talento o apariencia deseada.
¿Podríamos afirmar, entonces, que ya no dependemos de la naturaleza para nuestra evolución? Steve Jobs, del Colegio Universitario de Londres quien, en 2002 en la Sociedad Regia de Edimburgo, aseguró que la evolución, por lo menos como la que conocemos, había terminado, puesto que “Las cosas han cesado de mejorar o empeorar, para nuestra especie. Si queréis saber cómo es la Utopía, mirad a vuestro alrededor”[1]. La vida y la muerte ya no dependen decisivamente de los genes sino de la cultura, concluyó.
Sin embargo, la ciencia ha encontrado que en los últimos 10.000 años la evolución humana ha acelerado 100 veces su ritmo y no hay razones para pensar que se ha detenido, incluso ahora que su mezcla genética y el abrupto cambio de las condiciones ambientales puede llevarla a nuevos estadios. Basta con observar las diferentes etnias con sus radicales diferencias producto de la adaptación al entorno geográfico e, incluso, en épocas cercanas, por ejemplo, se ha visto que culturas levantadas alrededor de la ganadería tienen una tolerancia abrumadora a la leche cruda (Escandinavia) mientras los pueblos de agricultores apenas una minoría la puede ingerir.
Pero es claro que le ciencia ha potenciado nuestra capacidad de supervivencia, favoreciendo que los débiles y portadores de enfermedades antes mortales sobrevivan al igual que los fuertes y tengan iguales posibilidades de reproducción. Y si a esto se le agrega que los individuos de mayor nivel intelectual cada vez más retrasan su reproducción o no la tienen, mientras los de menor nivel lo hacen tempranamente y en mayor cantidad, hacia el futuro, especulan algunas, se estaría gestando una especie más débil y menos inteligente. Estaríamos evolucionando pero al revés.
No obstante, la inteligencia es heredable en grado bajo dado que sus diversas facultades se encuentran dispersas en muchos genes y la selección natural sólo opera sobre rasgos heredables que se encuentran en pocos genes. Aparte de esto, las investigaciones realizadas no han detectado ninguna disminución en la inteligencia promedio.
Pero hay hipótesis más inquietantes, como la cibernética. Aunque lejana en el tiempo, por la inmensa complejidad de nuestro genoma, se vislumbra una simbiosis hombre-máquina, no sólo porque satisfacen nuestras necesidades, sino también porque nuestra cultura comienza a estructurarse alrededor de ellas. En otras palabras, nos adaptamos a ellas como antes lo hicimos al clima o a la agricultura.
No obstante, Nick Bostrom de la Universidad de Oxford, en 2004 presagió algo más oscuro: la posibilidad de que las mentes humanas puedan descargarse en máquinas. Separar los diferentes procesos cognitivos, ensamblándolos en módulos individuales, sería el siguiente paso. Y aquí surge lo inquietante. Habría módulos que responderían a un patrón común y se podrían interconectar y cooperar, volviéndose estándar. Esto daría lugar a entes diferentes a la arquitectura mental humana, que de hecho se tornaría en obsoleta.
Pero Bostrom va aún más allá. Habla también de nuestra aptitud evolutiva. Si se mide con la eficacia de las máquinas, mucho de lo que consideramos esencial de nuestra especie como los sentimientos, sensaciones, curiosidades, que nos sirvieron en el pasado para evolucionar, pueden dejar de serlo para adaptarnos al futuro. “Quizás lo que en el futuro extreme su idoneidad sea sólo el trabajo fatigoso y monótono, sin lucimiento, orientado a mejorar el octavo decimal de alguna medida de la producción económica”[2], concluye.
No obstante, quizás no haya tiempo para eso. Hemos crecido desmedidamente y derrochado tantos recursos que nuestra supervivencia misma comienza a comprometerse. Las cifras sobre el calentamiento global estremecen. Una pandemia no se descarta. La naturaleza la volvimos impredecible y destructora. En este caso, la Tierra barajará de nuevo y si acaso sobrevivimos, seremos tan pocos que aislados geográficamente en grupos, reiniciaríamos la evolución por otros caminos, con la posibilidad incluso de una nueva especie humana.
O quizás… no demos la talla.
[1] Citado en: WARD, Peter, “El Homo sapiens del futuro”, Investigación y Ciencia, enero de 2009, pág. 84.
[2] Ídem, pág. 87.
jueves 5 de marzo de 2009, 13:48 COT
Eso último! Yo estoy plenamente convencida de que no daremos la talla