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El arte de conmover

El arte de conmover > Especial 2006
Por

sbado 30 de diciembre de 2006 0:01 COT

Era una asistente de camerino entrenada en aquello de lidiar con estrellas. Hubo quien no la saludó, quien la humilló, hubo displicente amabilidad para con ella, e incluso amabilidad de veras. Lo había visto todo en esos doce años de lidiar con estrellas, unas más luminosas que otras, y a la postre, sus trajines diarios le habían hecho perder la capacidad de asombro.

Sin embargo, esa noche de noviembre en el Teatro Coliseo Podestá de La Plata, a escasos treinta minutos de Buenos Aires, se reconoció conmovida. Era la reapertura del vetusto teatro y el olor a pintura fresca impregnaba el aire.

La guitarra de Luis Salinas se paseaba con sapiencia y talento por la zamba, la chacarera y el blues, pero habría de silenciarse un instante para recibir a La Negra. Mercedes Sosa apareció en escena y cantó. Cantó dos piezas de su disco más reciente; cantó para evidenciarnos que el arte es posible. La más nítida señal de esa certidumbre feliz era el hondo estremecimiento que producía escucharla y luego, la perpleja sensación de saberse tocado por un algo tan bello como inefable.

La asistente de camerino logró sin esfuerzo una foto con Mercedes, porque además Mercedes era la única artista que, en sus doce años de trajines entre estrellas, se había mostrado no ya amable con ella, sino entrañable, como del mismo patio y la misma esquina.

Claro, Mercedes Sosa es, ni más ni menos, una prueba meridiana de la grandeza del arte –de ahí la perplejidad-; es el tipo de arte que debería hacerse presente en nuestros patios y esquinas para estremecernos y conmovernos; para hacernos mejores. Estoy convencida de que el arte cierto consigue tocar la sensibilidad del hombre, sensibilidad que dormita profundo ante el simulacro que impera. Su misterio reside en despertar lo mejor de nosotros; lo más humano.

Lo que nos han deja’o

¿Qué es entonces esto que inunda nuestros patios y esquinas? ¿En realidad conmueve y estremece? ¿Nos transforma y hace mejores? ¿Nos deja en vilo, reconfortados con la vida, agradecidos con ella? ¿Como a la asistente de camerino de La Plata, nos quita el sueño? “Esta noche no voy a dormir”, confesó exaltada, ella que lleva doce años entre estrellas.

Me temo que, en la inmensa mayoría de los casos, no. Vivimos rodeados -casi sitiados- por música sin alma, por música perecedera y prescindible. Me temo que las respuestas a los interrogantes arriba planteados carecen de candor. Nos estafan y, peor aún, nos escamotean el acceso a la música “en serio” mediante una concienzuda estrategia cuyo cometido es castrar la sensibilidad, la inquietud, la capacidad de asombro y estremecimiento; nuestro derecho a la perplejidad a través del arte.

Algo similar acontece en el campo de las letras. Los textos de autoayuda, amén de aniquilar la posibilidad de enfrentar al lector con literatura “en serio”, fomentan “una serie” de fórmulas de salvación individual, para ser mejor Yo, sin reparar; sin siquiera inquietarme por la comunidad en la que vivo, lo cual, no cabe duda, resulta ventajoso para quienes detentan el poder… gente, montones de gente inmersa en su salvación personal, termina por opacar, casi por hacer mofa de los que piensan en la sociedad; los peligrosos, aquellos que se reconocen seres sociales.

Nos hacen el flaquísimo favor de no inquietarnos, de no complicarnos la existencia. Cero grasas, cero colesterol; todo muy light. Quizás por ello, las denominadas “industrias culturales” han sido tan meticulosamente generosas en el empeño sistemático de simplificar la música, no vaya a ser que una armonía o un texto de esos que hincan y llegan al alma engorde sensibilidades incómodas y abra demasiado los oídos, ahí por donde entran las ideas para luego ensanchar la mente.

Así, nos han ido despojando de esos vigorosos solos de piano, bajo, tumbadora o timbal, que con orgullo latino esgrimíamos los salseros por aquello de que no solo el jazz puede hacer gala de virtuosismo. Despojaron a la salsa del barrio; de sus historias y personajes, para instalar en su lugar un amor soso, tan soso y anémico como la salsita que lo enmarca. Los soneros de ley fueron reemplazados por cantantes para ver, que no para deleitar el oído, mientras la orquesta –medular en el concepto salsa-, pasó a acompañar, segundona, al melifluo de turno que ya no “inspira”, ya no improvisa sobre la aguerrida marcha de un montuno. También despojaron al vallenato de su prodigioso ingenio narrativo y en lugar de “la casa en el aire, solamente pa’ que vivas tú” nos viene a cantar de amores en el tono pueril –universal, dicen- de la balada, es decir, perdió nada menos que su tono, justamente, lo mejor que poseía. Otro tanto aconteció con el merengue en los años ochenta. Baladitas insulsas con acordeón y caja, tambora o bongó, es to’ lo que nos han deja’o.

Pareciera entonces que de nada sirvió a los negros esclavizados en América el haberse impuesto conservar a todo trance sus toques y tambores; de nada sirvieron los latigazos propinados por el mayoral, sorprendidos en la grave falta de entregarse con obstinada vehemencia a reconstruir y hermanar con otros, sus cantos y ritmos “salvajes”; de nada sirvieron las luchas ingentes por preservar su música generosa que contribuyó con su fuerza vital a edificar lo que hasta hace poco era la variopinta gama rítmica de América y el Caribe. Pareciera que de nada sirvió tan celoso empeño a juzgar por la pobreza rítmica de la música que proponen los medios de comunicación masiva, del todo incoherente con la riqueza que detentamos, amén de constituir un lastimoso salto atrás en nuestra historia musical.

No se llamen a engaño quienes piensan que en virtud de los fabulosos logros técnicos y de la contundente fama internacional de algunas figuras criollas de nuevo cuño, nuestra música popular vive momentos de esplendor y vanguardia. El pop no es nuestro, ¿de dónde es el pop? No se confunda, por favor, talento nacional con música nacional.

La verdad “monda y lironda” es que las industrias culturales han conseguido lo que no pudieron trescientos años de látigo del mayoral: poner bozal a la rebeldía intrínseca del tambor, restar fuerza nuestros ritmos, reducirlos por la mediocre vía del simplismo light a dos o tres formulas previsibles y carentes de osadía, y acallar las voces, o en todo caso ponerlas a cantar a coro un mismo texto aburrido e igualmente previsible. 

Un amigo sostiene que la aceptación masiva de tan paupérrima oferta musical obedece a que apela –ritmo, texto, “armonía” y “melodía”- a los instintos más elementales del hombre, los más primitivos; los menos cultivados en últimas. Las industrias culturales no parecen interesadas en tocar sensibilidades ni mucho menos en despertarlas o ayudar a construirlas. La mejor prueba de lo ello no es solo la música que promueven, sino la que dejan de promover, mejor dicho, la que se niegan a divulgar; la que nos niegan.

La lista de despojos en lo musical latinoamericano, por obra y gracia de quienes manipulan las industrias culturales, podría hacer parte de lo que Borges denominó “La historia universal de la infamia”. Es la historia del despojo del alma de nuestra música, que es a su vez –aseguran muchos- “el alma de los pueblos”.

“La cultura de masas –escribe José Jorge de Carvalho- (…) en su versión más perversa: la industria cultural, busca transformar todo el patrimonio cultural de la humanidad en objetos de consumo (…) es un producto, es decir, la forma simbólica creada y vehiculada masivamente con la finalidad de ser vendida como mercancía”.[1]

Así las cosas, elaborar y escuchar música con alma (solo de piano, guitarra o bongó) constituye en estos tiempos un acto de resistencia y rebeldía, como fuera en los sesenta y setenta cantar composiciones de Silvio, Pablo, César Isella, Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Chico Buarque o Violeta Parra. La buena noticia es que la resistencia y la rebeldía es ejercida a diario en América Latina. Por fortuna –“en esta hora y en este instante”- respiran y trabajan Artistas capaces de despertar asombro, de dejarnos sensibles, transformados y perplejos; felices por el privilegio de haber entrado en contacto con la obra más trascendental del hombre: el arte.  

Luego de doce años de trajinar entre estrellas, la asistente de camerino del Teatro Coliseo Podestá de la Plata, se reconoció conmovida: Era Mercedes Sosa, que como el arte cierto, posee la hermosa y humana facultad de transformar y conmover.


[1] Carvalho, José Jorge, Las dos caras de la tradición: lo clásico y lo popular en la modernidad latinoamericana, en: “El debate sobre la modernidad en América Latina”, compilación de Néstor García Canclini, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1995, p. 144.

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5 comentarios a la entrada “El arte de conmover”

  1. lully
    sbado 30 de diciembre de 2006, 14:02 COT
    1

    La cultura de las masas que ahora aplica a la T.V. también. Donde no reina la calidad sino lo que mueva rating.
    Admiro la sencillez de algunos cantantes para dar a conocer su música y Mercedes S. está entre mis preferidas.
    Me gustó la sencillez y tus letras.

    Linda entrada de comienzo y recibe mi bienvenida a la casa equinoXial.

    Un abracito afectuoso!

  2. Marsares
    domingo 31 de diciembre de 2006, 11:36 COT
    2

    Música sin alma… tienes razón. Un cascarón, un sonsonete que estruja el alma. Tus palabras estremecen porque desnudan la realidad que vivimos, atafagados de notas que atropellan el oído, aburren, cuando no desesperan. Pero como dices, por fortuna la terquedad sigue campante, negando la muerte de nuestra música, de nuestra cultura, del arte que hizo posible nuestra presencia en el mundo. Un post para recordar. Bienvenida Adriana a nuestra casa.

  3. Sentido Común
    domingo 31 de diciembre de 2006, 13:16 COT
    3

    Adriana:

    Nos has conmovido y te has condenado a mantenerte como colaboradora de equinoXio, cuyas puertas estarán abiertas siempre que quieras llegar a la casa.

    Excelente escrito para cerrar con broche de oro este 2006. Esperamos contar contigo todo el 2007.

    Ah…y amo a Mercedes Sosa y a la gente que es así.

  4. zulu
    viernes 5 de enero de 2007, 01:18 COT
    4

    Adriana, sirviendo de abogado del diablo, no será que en la “evolución” de los géneros musicales, las formas más bastardas dejan más descendientes que las formas más sofisticadas? The Beatles no se parecen a Dizzie Gillespie sino a Little Richard, y la Sonora Dinamita deja más huella que la Orquesta Sonolux.

  5. Tlaxcala
    mircoles 17 de enero de 2007, 03:06 COT
    5

    Querida Adriana !
    Su articulo està en francès en http://www.tlaxcala.es/pp.asp?reference=1929&lg=fr



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