Sentido evolutivo de la muerte
Artículo destacadoPor Fabio Villegas Botero
domingo 9 de octubre de 2011 19:17 COT
“Yo no quiero comprobar mi supervivencia; quiero ser consciente de ella. No quiero razonamientos, sino conciencia”
Fernando González, Mi Simón Bolívar, p. 79 y 173.
Foto: Katie Brady vía Flickr, licencia Creative Commons BY
La muerte es un paso a más y mejor vida, y en los seres humanos el paso a su total espiritualización.
Uno de los problemas que más angustian y atormentan al ser humano es la absoluta necesidad de morir. Si la vida que recibimos es un don totalmente gratuito, el hecho de tenerla que perder es algo a lo que nos resistimos, así tengamos la certidumbre absoluta de su imparable llegada. Sin embargo, la muerte es un fenómeno universal. Se podría decir que es un fenómeno cósmico que afecta a todos los seres, y no precisamente para mal, sino para un mayor avance de sí mismos y de todo el cosmos.
Si miramos lo más elemental de la química inorgánica, donde no estamos acostumbrados a considerar la existencia de ningún tipo de vida, pero donde la movilidad y el dinamismo de los átomos son incuestionables, vemos que cada uno de ellos, desde el más liviano hasta el más pesado, trata de unirse con otros para conformar moléculas. En esa unión se da una especie de muerte, de pérdida de algo propio e individual de cada uno, para el servicio de un conjunto, la molécula, con cualidades nuevas, que no son sólo la suma de las de los integrantes del conjunto, sino algo mucho más rico y enriquecedor, el compuesto y el entorno nuevo que se forman.
Los hidratos, los óxidos, los carbonatos, la multitud de sales de todo orden que se han ido formando a lo largo de la evolución son compuestos de asombrosa riqueza para el desarrollo de cada uno de sus componentes, pero mucho más del cosmos. La sola combinación de átomos tan sencillos como el hidrógeno y el oxígeno para formar el agua, elemento fundamental de la vida, muestran la riqueza maravillosa del compuesto, muy superior a la de los simples átomos que la integran. Lo mismo se diga del carbono que, en unión con otros átomos, conforma moléculas de cualidades muy disímiles, pero de intensa relación con la vida. E igual sucede en las sales, en multitud de óxidos, en los compuestos del nitrógeno y en toda la inmensa variedad de moléculas inorgánicas. Si cada átomo permaneciera aislado, tendría una “vida” de potencialidades muy escasas. En cambio, al morir para conformar una variedad inmensa de moléculas, su riqueza interior se acrecienta hasta niveles impensables.
La potencialidad de los átomos de formar compuestos no se agota en las moléculas. Estas también comienzan a integrarse unas con otras, pierden parte de su “vida” original, para llegar a adquirir una de mayor riqueza en los compuestos vivos, las células. Ahí cada átomo y cada molécula del compuesto, en cierta manera, tiene que morir para dar paso a uno nuevo con una centralidad superior, con capacidad de absorber más y más componentes externos, de crecer, de reproducirse y de esparcirse por territorios inéditos, haciendo que cada uno de los componentes iniciales adquiera nuevas virtualidades, potencialidades insospechadas. Es impresionante la actividad que pueden desarrollar los más sencillos virus o bacterias, su capacidad de transformar ambientes variadísimos al entrar en contacto con otros seres, sin necesidad de perder su propia identidad.
No es preciso seguir el proceso de la evolución de los vivientes desde la paleobotánica y la paleozoología hasta la inmensa floración de tipos, subtipos, clases, familias, especies e individuos que constituyen los reinos vegetal y animal actuales. Nos quedamos asombrados al contemplar la infinita cantidad de formas, colores y olores de las plantas, tanto acuáticas como terrestres. Lo mismo podemos decir, no solo de las formas, sino, sobre todo, de la infinita riqueza de caracteres, comportamientos y capacidades de los diversos animales acuáticos, anfibios, terrestres y aéreos. Cada una de sus formas, de sus actividades, de sus interrelaciones con otros vivientes del propio reino animal, no menos que del vegetal, enriquecen su propio ser, no menos que todo el conjunto.
Aquí es donde se nos aparece de un modo, diríamos que brutal, la necesidad de la muerte de unos individuos, no a favor de la propia especie (algo difícil de visualizar en cada caso), sino de otras, y sobre todo de un conjunto superior. La apariencia, las más de las veces es de una especie de “Ley de la selva”, donde unas vidas se sacrifican a favor de otras. Los biólogos hablan de cadenas tróficas. El hecho es que unos seres vivientes se alimentan necesariamente con otros. Algunas plantas con otras de diferente especie, los parásitos. Los animales con las plantas y con otros animales, a veces, hasta con individuos de la propia especie, o con la carroña de los que han muerto. Gran número de plantas, hasta árboles gigantescos, tienen la capacidad de asimilar buena parte de su alimento, sobre todo el carbono, directamente del aire mediante la fotosíntesis, gracias a la energía solar, con lo cual crecen y se desarrollan plenamente, aunque a la vez se nutren del humus, que no es otra cosa que el sedimento de restos vegetales. En cambio, la mayoría de los animales recurre al metabolismo, con el que convierte sustancias vivas previamente elaboradas por otros vivientes, vegetales o animales, en su alimento para el desarrollo de sus múltiples funciones.
¿Cada una de las especies que sirve de alimento a otras, pierde o gana en el proceso? Si solo viéramos al individuo en sí, nos podría parecer una pérdida. Pero si ampliamos la mirada al conjunto, vemos que todo él se enriquece. Es lo que hoy empezamos a visualizar y comprender más a fondo con el estudio de la ecología. Cada ser individual, cada especie, se beneficia y progresa con el desarrollo de los y las demás que los circundan. Todos interactúan entre sí para beneficio propio y de los demás. Es verdad que cada uno de los individuos tiene un lapso de vida limitado, pero, si no muriera, y, una vez muerto, permaneciera intacto sin desintegrarse y convertirse en parte de otros seres, todo el proceso de la vida, del desarrollo y de la evolución se frenaría sin remedio, para perjuicio del mismo ser que tiene que morir y, mucho más, de todo el cosmos. El hecho mismo de la muerte de cada individuo es un bien para todo el conjunto. La permanencia indefinida de un ser que se degenera, de una persona anclada en el pasado con un inmovilismo regresivo, ¿no sería un freno insufrible para el avance de la especie, o, de pronto, no provocaría una lucha implacable de generaciones?
El prodigio más grande de la evolución y de la vida es que la muerte de unos se convierte en vida de otros, con un enriquecimiento cada día mayor de todo el conjunto, del ecosistema. Normalmente ninguna especie tiene que morir para que aparezcan otras. Aunque, por algo misterioso, algunas si han tenido que desaparecer total o parcialmente para dar paso a otras nuevas de mayores potencialidades. ¿No nos muestra la historia de nuestro planeta, que a la muerte de los dinosaurios surgió un tipo mucho más variado de animales y de mayor dinamismo, los mamíferos y las aves? Con el volumen y el peso de los grandes dinosaurios, se había como agotado la posibilidad de aparecer nuevas especies. Habían acaparado todo el alimento del entorno y sus cuerpos descomunales no tenían la versatilidad necesaria para enriquecer ambientes hasta entonces inaccesibles. Que fuera un meteorito, o un grupo nuevo de animales el que los desplazara, poco importa. Su desaparición fue total, pero, a la vez, inmensamente benéfica para la evolución del mundo animal y para poder llegar al ser humano.
También en el mundo vegetal se ha constatado la desaparición casi completa de inmensos helechos, tras lo cual empezaron a aparecer innumerables plantas mucho más variadas, capaces de desarrollarse en todos los ambientes y de reproducirse con mucha mayor versatilidad, sobre todo los dotados de flores y frutos de variedad asombrosa. A su sombra y con toda la riqueza que ofrecen, se pudo desarrollar mucho más el grupo de los insectos, las aves, los mamíferos. No fue sólo el mundo vegetal el que avanzó. Fue todo el sistema, todo el conjunto ecológico. Esos helechos desaparecidos entonces, son hoy nuestros combustibles fósiles, carbón y petróleo, de gran contenido energético, con los cuales el desarrollo del hombre moderno ha podido acelerarse de modo asombroso, a la vez que ha desarrollado mucho más al propio reino vegetal y animal, por ejemplo con los abonos y otros productos.
Pasemos al ser humano. La paleontología y la antropología nos han venido mostrando el lento y misterioso proceso de evolución de los primates, especialmente la familia de los antropoides. Una vez conformado el grupo de los grandes monos: gorila, chimpancé, gibón y orangután, aparecen los prehomínidos: australopitecos y pitecántropos. Ramas variadas que van apareciendo pero que mueren definitivamente, quizás por no poder sobreponerse a una competencia fuerte de otros grupos ya establecidos, o por no poder resistir suficientemente las inclemencias del ambiente. Tras la desaparición de unos, van brotando otros con un cerebro cada vez más desarrollado, hasta llegar definitivamente al homo sapiens, un ser con plena capacidad reflexiva. Muchos grupos han ido muriendo a lo largo de la historia de la humanidad, pero los nuevos que surgen: neandertal, cromañón, quizás otros, tienen cada vez una capacidad de reflexión superior, hasta llegar definitivamente al hombre moderno, primero nómada y luego sedentario.
Desde el neolítico, cuando se empezó el cultivo de las plantas, la domesticación de los animales y la conformación de los primeros poblados, han sido innumerables los grupos que han ido desapareciendo, al igual que multitud de pueblos, reinos e imperios. Al repasar la historia de los diferentes grupos humanos extendidos a todo lo ancho y largo del globo, una primera sensación nos angustia. Es una historia triste de guerras, destrucción y muerte que aún no cesa. Hasta hace muy poco la historiografía se deleitaba en su relato y en destacar unos cuantos adalides, unos cuantos héroes, no importa cuán grande fuera la multitud de sus víctimas.
Es una visión absolutamente miope. Como es miope la visión terrorífica de dolor, de muerte, de fracaso a nivel de las vidas humanas individuales. El que una sola especie haya poblado todo el globo y aun se haya proyectado al espacio con sus aviones, sus cohetes, sus satélites y aun sus estaciones de investigación en la estratosfera, es un hecho de magnitud pasmosa, que no alcanzamos a sopesar debidamente. Teilhard dice que pecamos de excesivamente humildes al contemplar nuestros logros. Ninguna otra especie vegetal ni animal ha logrado en muchos miles de años cubrir la totalidad de la tierra, los mares y el espacio aéreo. Lo ha hecho el ser humano, tan débil y frágil, pero con una capacidad increíble que los supera a todos, su poder de reflexión, su decisión de avanzar, la fuerza de su amor.
Centrémonos tan solo en la vida de cada ser humano individual. Nace en medio de la mayor fragilidad y dependencia. Gracias a los padres u otras personas que los remplacen empieza a crecer, a desarrollarse, a recibir y asimilar toda una serie de conocimientos y de instrumentos de trabajo construídos por las generaciones que lo precedieron. Poco a poco será él mismo quien haga su aporte, pequeño o grande, que entra a esa corriente vital que enriquece al resto de la humanidad, y, más allá, de todo el conjunto de animales, vegetales y minerales del entorno, más aún, de todo el ecosistema. Si unos cuantos seres iniciales fueran copando el potencial de crear y disfrutar los bienes disponibles, muy seguramente se daría una parálisis, se trataría de impedir la propagación de la especie, el nacimiento de nuevos miembros, y con ello, se privaría la humanidad del dinamismo de la juventud, de su audacia de nuevas conquistas, de la comunicación e integración de más y más conocimientos. Se paralizaría el impulso investigativo y de avanzar, se frenaría el amor.
La mayoría de las religiones nos hablan de un más allá después de la muerte. Para los cristianos es una seguridad absoluta en la resurrección, en una felicidad sin fin. Pero, con fe o sin ella, la seguridad de que la muerte para el ser humano dotado de reflexión, que puede otear el futuro y sopesar el porqué y para qué de su ser y su acción, es algo que nos hace avanzar con confianza, con una entrega generosa. Si no fuera así, nuestra vida, la de los demás seres, aun la del propio cosmos, sería un fracaso total. Es más. La vida de todos los seres inferiores al ser humano, que necesariamente acaba en muerte, tiene un solo y único sentido: ser instrumento para que aparezca y se desarrolle el ser humano, pues si no hay una espiritualización, una inmortalidad al fin de la cadena, toda ella pierde su consistencia, su significado. Con ella, toda vida y toda muerte se iluminan a plenitud.
Fernando González afirma: “Ascender. Eso es lo esencial: no importa saber a donde; en todo caso el que asciende va siempre a la belleza, a la ausencia de peso y densidad, a donde no hay odio”. El ser humano asciende al morir. Ya no tiene peso ni densidad. Se espiritualiza. Asciende a más belleza, a donde no hay odio; sólo amor. Asciende a más ser, a mayor perfeccionamiento propio y de todo el cosmos. Teilhard, por su parte, dice que toda la evolución tiene una única dirección, un solo fin, el ser humano, su espiritualización cada vez mayor, su inmortalidad. Si la materia no se transforma en espíritu, no vale la pena que viva, mucho menos, que tenga que morir. Solamente a través del ser humano hay una verdadera ascensión del cosmos. Pero sin la muerte de todos los seres inferiores, y mucho más del ser humano, esta no se podría dar. La muerte no es un fracaso, un contrasentido; todo lo contrario: es el camino que nos lleva a la cumbre, que eleva toda la materia, todos los vivientes, toda la humanidad a la verdadera vida, a su auténtica realización.
Pero no es solo la supervivencia. Cada uno de nosotros va engrosando, así sea con un pequeño aporte, una inmensa corriente de espiritualización, de embellecimiento, de sublimación del cuerpo y, mucho más, del espíritu propio, del grupo familiar, social, humano. Nos prolongamos en nuestros hijos, más que con el cuerpo, con la satisfacción de verlos avanzar en conocimientos, en sensibilidad, en valores crecientes, cada vez de mayor perfección. Todo el bagaje cultural de generaciones y generaciones que nos han precedido, lo recreamos y embellecemos sin cesar. Tendríamos que ser insensibles para no enorgullecernos del halo de espiritualidad que a través de cada ser humano recubre más y más nuestro planeta, todo el cosmos. ¡Cómo hemos ennoblecido el aire, el suelo, el agua, el barro, la piedra, las plantas, los animales que nos circundan! En todos hemos ido imprimiendo un sello de belleza, unas potencialidades superiores a todo cuanto por sí mismos podrían adquirir. El agua la hemos convertido en luz y calor; el aire en música, el barro, la arena, la roca y el bosque en esculturas, teatros, templos, hermosos edificios, en toda clase de obras de arte, en instrumentos de superación humana, en pensamiento, en amor.
Epílogo
¿Podrá todo lo anterior llenar plenamente al ser humano, dejarlo tranquilo? Lo dudo. ¿Lo importante será sólo ascender, “no importa saber a donde”? Creo sinceramente que una vaguedad así no es suficiente para ningún ser humano, ya que con su capacidad de reflexión necesita saber con certeza cuál va a ser su futuro. ¿Será posible tener una claridad mayor? Creo que sí, y, además, plena. La que nos brinda la fe. La de la mayoría de las religiones del mundo, pero especialmente la cristiana. Todo el cosmos viene de Dios y se trasforma en Dios. Todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y su destino es convertirse en hijo de Dios, unirse a Dios. Para los que creemos en Cristo, así sea de la manera menos explicita, como en la mayoría de las religiones pasadas, presentes y futuras, la muerte se convierte en vida; más aún, sin muerte no hay vida, no hay ascensión, no hay transformación, no hay espiritualización, no hay unión definitiva con Dios.
Unión no es aniquilación, no es absorción, no es transformación en el otro. Es compartir el uno con el otro cuanto tenemos, cuanto somos. El fin de cada ser humano, ya sea en la muerte, ya en la resurrección, no es desaparecer, ni siquiera, absorto en Dios. Seremos siempre y cada vez más nosotros mismos, nuestra propia individualidad, nuestra única y exclusiva personalidad. Pero cada vez seremos más y más, pues siempre nos entregaremos, no sólo a Dios, sino a todos los seres humanos que van engrosando el número maravilloso de los amados y amantes, de los resucitados. El cielo no es algo estático. Es un crecimiento constante en la unión, en el amor. El mismo Dios crece al incorporar más y más seres humanos al círculo de sus amados y amantes. Cada ser humano crece también al unirse a ese Dios Evolutor, cuyo espíritu crece sin cesar y se difunde cada vez en una mayor efusión de amor.
Al final del Apocalipsis se encuentran estas bellas palabras: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva (…). Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte. (…) Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, El Principio y el Fin (…). Ven Señor Jesús”.
martes 11 de octubre de 2011, 21:07 COT
Un artículo de bastante ayuda para el momento personal que estoy viviendo. Mil gracias!…..Rigo
jueves 13 de octubre de 2011, 18:12 COT
Encuentro en este artículo vida. Gracias Señor Fabio por este tipo de escritos que me ayudan a valorar y afrontar estos días.
sbado 15 de octubre de 2011, 16:52 COT
Ser nosotros mismos por siempre
viernes 21 de octubre de 2011, 13:51 COT
Creo como usted Don Fabio que una vaguedad así no es suficiente para ningún ser humano, porque la capacidad de reflexión humana es insatisfecha por naturaleza y máximo si se trata del futuro incierto que es lo que representa la muerte asi querramos disfrazarla con paraísos y transformaciones del más allá. Somos lo que hagamos aquí como seres terrestres que somos.
domingo 18 de diciembre de 2011, 19:37 COT
Es un ensayo con una total congruencia y convergencia desde lo natural hasta lo espiritual que de manera clara, sintética nos muestra el camino que nos queda de frente en forma esperanzadora.
Gracias por publicarlo.
alvaro a. ocampo g.
mircoles 8 de febrero de 2012, 01:01 COT
[…] de Medellín. Por mi parte, les regalo uno de sus últimos artículos inéditos para equinoXio que, precisamente escribió sobre el tema: El Sentido evolutivo de la muerte La […]
mircoles 8 de febrero de 2012, 01:22 COT
[…] el politécnico de Medellín. Por mi parte, les regalo uno de sus últimos artículos inéditos para equinoXio que, precisamente escribió sobre el tema: El Sentido evolutivo de la muerte: […]