Grabado en billete de $1.000 de Colombia, Banco de la República
Colombia es uno de los países más violentos del mundo, fruto de lo cual ha pagado una onerosa cuota en muertos, orfandad, viudez, dolor y miseria humana. En medio de ese torbellino de sangre, algunos hechos extraordinarios logran romper ocasionalmente el característico mutismo colectivo de un pueblo acostumbrado, cada vez más, a protestar en privado.
El 9 de abril de 1948 el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, y los hechos de violencia que el mismo desencadenó, partieron en dos la historia de Colombia. La desaparición del caudillo, quien entonces representaba la reivindicación de los anhelos populares, abrió más la brecha entre ricos y pobres, dejando en estos últimos una imborrable marca de insatisfacción, frustración e impotencia políticas, que se reflejan modernamente en el abstencionismo.
Los destrozos, incendios y saqueos producidos por el llamado bogotazo, que por poco acaban con la ciudad capital, fueron la manifestación física de la rabia en el corazón de un pueblo enardecido. La vida de quien predicaba paz y justicia social, de quien había presidido la gran Marcha del Silencio, era segada brutal e inexplicablemente por balas criminales, en lo que constituiría el comienzo de una cadena interminable de magnicidios, asesinatos políticos, masacres, atentados y desapariciones, muchos de ellos sin resolver hasta hoy. Violencia engendra violencia.
Sesenta años después, el 4 de febrero de 2008 se produce un suceso que, sin exagerar, podría partir en dos la historia de la sociedad civil colombiana. El 4F viene a ser algo así como un despertar. Masivamente y en todo el mundo, los colombianos salimos a la calle a expresar nuestro rechazo a la violencia histórica, encarnada de buena manera en el nacimiento, desarrollo y desviación del grupo guerrillero autodenominado FARC-EP, producto inicial tanto de las diferencias sociales, como de la intolerante idiosincrasia colombiana.
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