Novena al Niño Dios
ColumnasPor Fabio Villegas Botero
sbado 17 de diciembre de 2011 17:07 COT
El 16 de diciembre es un día muy especial, sobre todo en Antioquia. En todas las familias nos reunimos a rezar la novena al Niño Dios. Una tradición que viene desde épocas remotas y que ahora se ha popularizado de tal manera que se reza en radio y televisión, no menos que en parques, plazas, empresas, instituciones públicas y privadas de toda clase. Hasta en las iglesias. Y digo que hasta en estas, porque, aunque es una práctica religiosa profundamente cristiana, curiosamente, por muchísimo tiempo no tuvo lugar en las iglesias, sino en las casas de familia. La iglesia, desde tiempos remotísimos, dedicaba los actos de culto, Santa Misa y rezo del Breviario por sacerdotes, monjes y monjas, a celebrar el Adviento, varias semanas de preparación para la venida del Salvador el 25 de diciembre.
Cada novena, por supuesto, es una verdadera fiesta hogareña, donde se reúnen grandes y chicos, a veces tres y cuatro generaciones simultáneamente, en un ambiente de alegría y regocijo, en que se comparten natilla, buñuelos, hojuelas y tantas exquisiteces de la época, no menos que bebidas apropiadas a cada edad, si no es que termina con un baile. En épocas antiguas no podía faltar la pólvora que quemaban, no sin grandes riesgos, hasta los niños más pequeños, y los globos que tachonaban el cielo navideño. Con todo, el crecimiento de pueblos y ciudades, los graves peligros de personas quemadas, sobre todo niños, y los posibles incendios han hecho que busquemos otro tipo de diversiones y regocijos. La más característica, desde hace décadas, salir a ver los alumbrados que se han convertido en una atractivo bellísimo para propios y extraños, o a recorrer la ciudad en chiva, cantando y bebiendo en camaradería inigualable.
Pero, en el fondo, ¿qué es la novena que tantas alegrías, tantas nostalgias, tantas añoranzas nos trae? Como la mayoría de esos rezos que repetimos con frecuencia, es algo en lo que poco nos paramos a reflexionar. Alguien lee unas cuantas oraciones, y hasta un largo relato en español arcaico, seguidos de unos versos o gozos a los que todos responden cantando el estribillo “Ven a nuestras almas, ven no tardes tanto”. ¿A quién se lo decimos? Pues, nada más ni nada menos que a nuestro Salvador y Redentor, cuyo natalicio conmemoramos como una de las más grandes fiestas de la cristiandad. En la oración inicial le pedimos al Padre celestial que prepare nuestras almas para recibir dignamente a su Hijo, de modo que en nosotros tenga un nuevo portal de Belén. A María le pedimos que prepare nuestras almas para recibir dignamente, como ella, al divino Niño. A José, su padre, le suplicamos que nos llene de deseos de ver y adorar al Salvador. En los gozos, recorriendo las profecías de más de mil años en el pueblo de Israel que preparaban su llegada, excitamos el deseo de recibirlo en el fondo de nuestros corazones por lo que a cada uno respondemos con el estribillo anotado. Finalmente, nuestra oración se dirige al propio Niño Jesús. Procuremos, pues, que esta novena sea una renovación de nuestra fe, de nuestro amor y gratitud a ese Dios Humanado que vino a transformarnos.