Naciones imaginadas, ciudades experimentadas
Columnas > Paso sin destinoPor Lukas Jaramillo Escobar
jueves 26 de marzo de 2009 9:32 COT
A pesar de que milite en las causas nobles de un decoroso candidato, me tendré que separar de mis copartidarios para decir: ¿quién diablos quiere ser presidente de Colombia? ¿Para qué? Hay quienes aún se pelean por tres cordilleras y dos mares, diría un amigo, yo digo que es increíble a donde llegan los idilios de algunos que creen que todavía pueden agarrar tal cosa llamada Colombia. Esperemos que varios de esos sean unos bonitos loquitos que la quieran agarrar entre caricias para liberarla, pero también hay de los gamonales que le quieren apretar las riendas bien duro para controlarla (y cuando no tienen qué, quedamos nosotros).
Tratando de poseer lo que es público con un cuartico de fama, atravesar la puerta falsa de la gloria con un auditorio alquilado, tratando de agarrar aquella fauna de la que está hecha la bonita imagen de nación, termina por requerir fastidiar a aquel puñado de personas que nos llamamos, sin culpa, colombianos. Nosotros, desperdigados fundamentalmente en ciudades, terminamos padeciendo toda la obsesión de los hombrecillos que nos vienen a salvar o a refundar, los complejos e inferioridades de aquellos que necesitan comprobar quiénes son con el clamor del pueblo y legitimar su paso por el mundo en fastuosas venias (que esconden el negocio sin el cual no se les quiere).
Las naciones ya murieron, son un asunto que queda entre viejos periodistas y políticos; ¿quién más se va a interesar por eso? Hoy ya me doy cuenta de que Bolívar no estuvo nunca frente a una nación; trochas y sederos vecinales lo ponían en un camino que recorría con sus locuras para conquistar a Manuelita. De lados menos alegres, el ex presidente Lleras Camargo (o cualquiera que se le parezca) nunca tuvo la fatigosa oportunidad de visitar Colombia, sino que elocuentemente habitó, lo que él llamaba, con ahínco, palacio, para pasar los años de su oficio entre reuniones tras bastidores y funciones de gala espectaculares.
Las ciudades son otras cosas, en cada esquina está la huella de la gente que la hace perteneciente a algo, un rumor, un anhelo, un error. Las ciudades son presente, no requieren destinos impuestos, ni pasados inventados. Su inquietante palpitar la hace tan indómita como la vida misma, tan eterna como lo que muere cada día para nacer con más violencia. La ciudad es tan ingobernable como todo lo sincero, todo lo que supera a la imaginación, pero, sin embargo, es lo último por seducir de la política. La ciudad es lo que nos queda para que la política tenga sentido (ya no más destinos), para que la política habite la cotidianidad, circule por donde el alma humana va.
De vez en cuando alguien contradice el juego que provoca todas las mezquindades y jugando a perder, porque parece un mal jugador, nos devuelve nutrida la ciudad. La abre impúdica para que seamos nosotros quien la rescate y no a ella; nos la hace tangible y así nos permite descansar por un rato de los intangibles de la patria, relacionados con la sangre de los valientes o la sed de los cobardes, y nos instala una buena fuentecita donde mojarnos en la tarde, después de caminar, antes de fumar. Dios bendiga a aquellas almas que hacen de nuestro otoño primavera y… ¡qué más da! Como colombiano creo que no puedo hacer ya uso de la metáfora de los flechazos, estaré más destinado a un disparo que en su camino haga del plomo oro con alguna buena alquimista. Y entonces ahí, sólo esperaría que en esa metralla, que no es la de la guerra sino la de la siderurgia, se encuentre la melodía del que hace del costo de lo imposible gratuidad de lo efímero.
Ya no espero a alguien llegando de la montaña, no espero a aquel héroe o heroína perfumada de selva que llegue a salvarnos; aquel tonto o tonta que aún crea en gobernar una nación tendrá que salir de la urbe, oliendo a mofle, con la suela desgastada en el asfalto, para reírse un poco del mundo hacendado de la política y la ruralización de nuestra moral. Busco a quien encomendarle que pelee por defender aquella imperfección tan bella de mis libertades urbanas, mi anonimato, mi indiferencia, mi disparidad, mi eterna incorrección que desde lo milimétricamente colonizado por el hombre hace las paces, por lo menos con mi naturaleza.
jaramillo.lukas@gmail.com
viernes 27 de marzo de 2009, 00:12 COT
… ¿quién diablos quiere ser presidente de Colombia? ¿Para qué?…
Una de las ventajas de ser presidente de Colombia es el aumento de sueldo por ser parte de la nómina de la CIA. En verdad parece que el sueldo que la CIA otorga a los presidentes latinos es sustancial y mucho más importante que el sueldo de presidente y esto sin mencionar los jugosos contratos que a título personal el presidente obtiene con las multinacionales más poderosas del universo.
Por otro lado, a los colombianos no nos importa si los que gobiernan son héroes o gamonales. Lo que nos importa es que las demostraciones de poder de nuestros líderes nos inspiren, nos hagan soñar a todos e imaginar como sería tener unos privilegios presidenciales, como sería recorrer el país viendo las multitudes rogándonos por ayuda mientras nos llaman “doctor”, “su excelencia”, “su majestad” y sentirse omnipotente al otorgar la ayuda mediante el simple movimiento de tu dedo meñique. ¡Ah poder! Por eso amamos a los gobernantes, por que admiramos el poder que tienen para pasar por encima de nosotros.