Una guerrilla en busca de identidad
Crónicas Utópicas > EstanciasPor Daniel Ramos
mircoles 21 de mayo de 2014 4:20 COT
A los cronistas utópicos no nos descorazonan los topicazos con los cuales se descalifica a la utopía. Sabemos –o al menos estamos convencidos— de que toda empresa humana para triunfar necesita una dosis mínima de utopía. Las grandes empresas la llaman ahora visión, una forma elíptica de evitar que se le relacione con la utopía.
Hoy en día los grandes estrategas políticos tienen la difícil misión de vender utopías en menos de 140 caracteres, el espacio de un trino o de un buen eslogan. Porque hoy en día los grandes estrategas políticos son los especialistas en mercadeo. “Vote por Fulanito, el candidato de la familia”, “Vote por Sutanita, ella acabará la corrupción”, “Con Menganito alcanzaremos la verdadera paz”. Todo esto acompañado por un lifting de la imagen del candidato o candidata. Por estos estrategas es que nos hemos quedado sin utopías relevantes, sin visiones que compartir. Las elecciones colombianas se resumen a día de hoy en votar por el menos malo o por el que menos mal caiga. El país se enfrenta a grandes desafíos y no hay un discurso, una visión, una utopía que movilice a los electores, algo que los comprometa a trabajar en común con un líder o movimiento. Es el final de la política (su fin es otro).
Varios miles de kilómetros al norte las Farc se debate por el escenario contrario: padece sobredosis de utopía. Todas las mañanas los negociadores se levantan con la ardua tarea de pensar en una nueva Colombia, en ver qué problema van a arreglar hoy y cómo logran venderlo en la mesa de negociación. Es tal la abundancia de ideas que ya se oyen los vientos de “Constituyente ya”; tal es el volumen de propuestas. Independientemente del contenido, la buena noticia parecería ser que la guerrilla piensa en serio sobre la vida en la sociedad civil. La mala noticia es que hay un chantaje subyacente a la sociedad: o aceptan nuestras ideas o se perpetúa la violencia.
En sus dos libros de memorias el expresidente Pastrana ha ayudado a comprender las dificultades de negociar con las Farc, en especial la exigencia de discutirlo todo según sus reglas. Con el tiempo se hizo claro que esta posición pertenecía al ala dura y tradicional de las Farc: sin Marulanda, Reyes ni Cano los actuales negociadores tienen más margen de maniobra. De todos los bandazos que le hemos visto a las Farc en su búsqueda de identidad como grupo armado, del marxismo-leninismo, de la combinación de todas las formas de lucha, del izquierdismo extremo, del ejército del pueblo al leve pensamiento socialdemócrata que alcanzaron a mostrar en el Caguán, la mesa de negociación de La Habana es la que ha tenido mayor libertad para distanciarse de discursos extranjeros y concentrarse en los problemas de Colombia. Haciendo énfasis en el campo, pues parecen recordar que ante todo son un movimiento campesino. No sorprende entonces que sus más radicales enemigos sean los hacendados latifundistas; los fundadores de las AUC, los paramilitares y los partidarios de acabar la guerrilla a bala limpia.
La estrategia del Caguán del expresidente Pastrana pasaba por facilitar las condiciones de aburguesamiento de la guerrilla: darles un espacio donde vivir en paz, duchas con agua caliente, para desmotivarlas de volver a la vida selvática. La misma Tanja Nijmeijer advirtió en su diario de los peligros del consumismo burgués entre las Farc, el gusto por las 4×4 y las mujeres deseando ponerse silicona. Las Farc corre el mismo riesgo en Cuba, y de nuevo Tanja demuestra que el expresidente Pastrana no estaba del todo equivocado: se ve mucho más saludable en La Habana que en la selva colombiana. El fracaso en los diálogos significará volver a la vida selvática, a tratar de cambiar el país a punta de bala. Porque a pesar de que sueñe con un mejor país, las Farc no debe olvidar que está en La Habana por el ruido de sus fusiles, por sus nexos con el narcotráfico y por el gasto que significa para el país seguir en una guerra sin objetivo ni final claro.
El viernes pasado se anunció con mucho bombo el acuerdo sobre el tercer punto de la agenda negociadora. En el fondo no es gran cosa lo que se logró: que las Farc corte sus nexos con el narcotráfico es una condición mínima, al igual que dejar las armas, para integrarse en la vida política colombiana. El cumplido desmedido que le hizo el gobierno fue decir que con este punto el país está más cerca que nunca de terminar con el problema del narcotráfico. En otras palabras, que las Farc es el cartel responsable del fenómeno. Una exageración absurda. Tanta demora en llegar a estos lugares comunes solo demuestra la intención de las Farc de lograr que el país se acostumbre a la célebre pesadilla de Monterroso: “Y cuando despertó, las Farc todavía seguía ahí”. Dejar que el país se vaya acostumbrando lentamente a que las Farc puede ser un actor político y no solamente armado. La alternativa es volver al monte y envejecer diez años más hasta un reencuentro en Caracas, Quito o La Habana de nuevo. No sabemos si la paz en Colombia sea posible, pero la desmovilización de las Farc sí se ve cada vez más cercana.