La palabra, el último santuario
Estancias > Primera planaPor Marsares
jueves 23 de abril de 2009 18:21 COT
Cuando el hombre articuló sus primeras palabras y se pudo comunicar con su entorno, supo que ese don, propio de su especie, provenía de los dioses. Fue un instante mágico. Las cosas dejaron de ser ajenas, a medida que les fue colocando sus nombres. El mundo comenzó a ser su propio mundo.
En el Séfer yesirah o Libro de la Formación (s. IV a. C.), uno de los tres libros básicos de la Cábala, se dice que la lengua, en su forma más pura, le habló a Dios cuando él meditó en la Torá oral para crear el mundo. Luego dicha creación la hizo a través de las veintidós letras del alfabeto hebreo, el álef-bet, y de su significado numerológico.[1]
Razón le cabe, entonces, a David Hume cuando dijo que somos nuestras palabras. Ellas forman parte de nosotros, nos habitan, son la razón misma de nuestro paso por el mundo, a ellas nos debemos, nos marcan como celosas amantes, sin que haya escapatoria posible.
Pero la palabra también es veleidosa. Juan Manuel Roca la tilda de bruja, cuando “vuela en el aire de la alcoba /”, momento en el que le toca fungir como “aprendiz de cazador”, y cuando intenta descifrarla “se desvanece en el aire de la alcoba”, evitando sus “eternas acechanzas”, sus “trampas y señuelos”.[2]
Tal vez una manera de atraparla en nosotros mismos es convirtiéndonos en ella. Gioconda Belli lo presiente cuando descubre que su amante aprendió a leer su piel “como una Biblia leída y vuelta a releer / que contuviera todas las posibles oraciones / necesarias para la humana salvación”. Por ello, en el clímax, “es la hora del sabio escriba / que con la pluma de tinta húmeda y / la mano sin temblores / traza el placer / con la caligrafía exacta”.
Una inquietante película, Escrito en el cuerpo (The Pillow Book, 1996), lleva a otros lugares la magia de la palabra. Nagiko recuerda que de pequeña, su padre, en cada cumpleaños, le escribía su nombre en el rostro, pues sólo cuando Dios nombra a cada quien, éste comienza a existir. Años después, Nagiko repite el ritual escribiendo los trece libros de la vida y de la muerte, sobre las pieles de sus amantes.
No importa cuándo se diga o dónde se trace, la palabra siempre encontrará su propia piel y a través de ella está destinada a sobrevivirnos. El papiro de los faraones, las cuevas de Lascaux o el mundo virtual, es el último santuario, destinada a sobrevivirnos. Es más poderosa que nosotros.
Quizás por ello, nuestro mundo, firme y cierto, que habitamos llenos de fe, está destinado a borrarse definitivamente cuando termine nuestra corta existencia. En cambio “ese reino de seres conmovedores, de historias sencillas e imborrables, de objetos sorprendentes, de regiones inesperadas y de verdades ineluctables, [que] es adonde nos llevan siempre los libros… tal vez es el mundo real”. [3]
[1] BENITO-VESSELS, CARMEN, La palabra en el tiempo de las letras, una historia heterodoxa, Fondo de Cultura Económica, 1ª. Edición, 2007, pág. 15.
[2] ROCA, Juan Manuel, “Aprendiz de cazador”, de Cantar de Lejanía.
[3] OSPINA, William, La herida en la piel de la diosa – Lo que entregan los libros, Ed. Aguilar, 2003, pág. 206.