Arcadia, los predadores capitalistas
cine > Cineclub > EstanciasPor Marsares
lunes 26 de enero de 2009 5:56 COT
“¡Si tan sólo fuera así de simple! Si tan sólo hubiera gente mala en algún lugar cometiendo insidiosamente actos de maldad y todo lo que hiciera falta fuera separarla del resto de nosotros y destruirla, pero la línea que divide el bien y el mal atraviesa el corazón de cada ser humano. Y ¿quién está dispuesto a destruir un trozo de su propio corazón?”
Aleksandr Solzhenitsyn
(Archipiélago Gulag)
Maquiavélica. Este es el calificativo que mejor le cuadra a Arcadia (Le couperet, también conocida como La corporación, 2005), el sondeo fílmico de Costa-Gavras al corazón del capitalismo salvaje. Pero esta vez no hay charreteras de por medio, ni ladinos políticos transitando por los vericuetos del poder. Tampoco ideales pisoteados ni democracias maltrechas.
En Arcadia la mirada es más íntima, casi rayando en la complicidad hogareña. Como un voyeurista amable, acompaña a Bruno, un alto ejecutivo que ha sido declarado cesante, en su lucha solitaria por volver a emplearse, antes de que su mundo idílico de personas y cosas lindas se desmorone.
No es justo que por una reorganización empresarial lo pierda todo. Y por eso Costa-Gavras y con él nosotros mismos, lo miramos comprensivamente cuando se juega su última carta después de tres años de desempleo: eliminar físicamente a sus competidores. Si sólo él acude al llamado, será por fuerza el escogido. Perversión bíblica.
Sí, Arcadia es una película maquiavélica. ¿Quién no haría lo mismo por regresar al paraíso? Los cruzados lo hicieron. ¿Por qué no un ejecutivo de nuestra era, donde la civilización se impone a punta de bombas? Por lo menos eso piensa nuestro lado oscuro, arrellanado en la butaca del cine. Un predador siempre suscita admiración… o, por lo menos, condescendencia.
Ese es el mérito del escalpelo fílmico de Costa-Gavras. Mostrarnos sin tapujos que todo es justificable si detrás de ello hay un buen marketing. En el mundo de los detergentes y su lucha sin cuartel contra la mugre, también la moral se puede limpiar de los escrúpulos inútiles hasta volverla neutra, es decir, sin manchas de conciencia.
Por eso Bruno, aparte del natural nerviosismo, similar al que le da cuando va al estadio y se demora en llegar el gol, no le quedan culpas cuando dispara la vieja Luger de su padre, el arma de los oficiales nazis, fabricada para quitar de en medio a los estorbos humanos.
Pero entiéndase, Bruno no es un psicópata. Sólo un padre de familia agobiado que debe proteger a los suyos. Su tragedia se refleja en la cara de aburrimiento de su hijo cuando protesta por no tener internet, o en el sufrimiento de su paciente esposa que ahora debe lavar a mano la vajilla por haberse dañado el lavaplatos eléctrico.
Por fortuna conoce las reglas del “todo se vale” cuando todo se pierde. Las aprendió en su costoso empleo y ahora las aplicará para regresar a él. Y, como en los finales felices, lo logra, pero como es sabido, el problema no radica en llegar sino en permanecer.
Para su infortunio, él no es el único predador. Siempre habrá otro en busca de lo que él tiene. La última escena es diciente. Alguien lo acecha. La cámara se apaga dejando en el espectador un gran “bis” como recuerdo. Otro predador está por escribir su propia historia.
Así es el capitalismo, sin duda.
martes 27 de enero de 2009, 19:42 COT
Cuando salen nombres como el de Costa-Gavras, uno piensa que están lejos. Pero con este tipo de películas realmente uno sabe que alguien está tratando de decir lo que uno quiere, pero no puede.
Me encantó este análisis!