[Memorias de un camino andado] Alma de cuero (2/4)
Artículo destacadoPor Silvana Escobar
mircoles 22 de diciembre de 2010 19:49 COT
Rodrigo Zuluaga (Foto: Melisa Llano)
Por la calle que sube al Hospital San Juan de Dios de Rionegro, están casi ocultos los últimos dos talleres que fabrican calzado artesanal en el municipio: Dogos Sport y Zapatería Cabros. Para el ojo acostumbrado podrían parecer dos almacenes más que exhiben en sus vitrinas adquisiciones bumanguesas; sin embargo, cada par fue elaborado por varios de la casi docena de hombres que aún insisten en fabricar calzado.
El taller de Cabros, a diferencia del de Dogos, no está en el punto de venta. Se camufla en un pequeño edificio al lado del almacén. Para encontrarlo es necesario internarse por un largo corredor sin ventilación, ni luces hasta encontrar unas escaleras oscuras que sólo dan espacio para apoyar un pie por peldaño. El recorrido en forma de caracol termina tres pisos después, con una puerta metálica ubicada a la derecha de otro estrecho pasadizo.
La primera señal inequívoca que indica la llegada a un taller de zapatería artesanal, es el sonido de una grabadora que sintoniza bullosa, música tropical. Las melodías son la eterna compañía del zapatero en su labor.
Casi en la entrada del taller, se empiezan a ver montones de hormas esparcidas por el suelo de cemento. Estos artículos, utilizados para darle forma al zapato, amarillos, rojos o verdes se cuentan por centenares. Cada par puede costar unos treinta mil pesos y son tantos que ya no caben en las dos tablas que cubren toda una pared que fueron improvisadas como anaqueles. De ahí que el piso también se haya convertido en receptor.
Foto: Melisa Llano
Aunque el espacio es amplio, justo en medio hay un, aparentemente, inservible hueco que deja ver dos pisos abajo. Para evitar posibles accidentes lo rodean unas cinco hileras de ladrillo pelado.
El olor del lugar es un tanto indescifrable, se mezclan el aroma de la pega que usan los zapateros para adherir las piezas, con rastros de betún en los zapatos que han sido llevados para arreglo y con el polvo que sueltan algunas máquinas y la pared sin revoque, ni pintura.
Los cinco empleados del lugar se reparten los muros para poner su espacio de trabajo. Al extremo izquierdo de la puerta, de espaldas a ésta está él. Es el único que tiene el puesto a ese lado del taller.
Su espalda encorvada se dibuja, sólo puede verse la cabeza de un hombre de delantal azul oscuro que se concentra en darle forma a un pedazo que parece cartón grueso.
Rodrigo Zuluaga es zapatero hace 53 años. Aprendió el oficio con los grandes maestros de la época gloriosa del calzado en Rionegro. Empezó haciéndole mandados a los dueños de los talleres, luego fue encargado de labores menores en la fabricación, hasta que fue capaz de elaborar completamente un zapato.
Él es de esos que en el oficio llaman polifuncionales, es decir, puede hacer desde el corte de una suela, pasando por la guarnecida y la soladura, hasta poner los últimos detalles. Sin embargo, para que el trabajo rinda, se especializó en el proceso llamado soladura, momento en el que el zapato toma forma.
La navaja se desliza con precisión por el pedazo de aparente cartón que resultó ser una mezcla entre madera y caucho con la que elaboran las suelas. Los años le han dado a Don Rodrigo un pulso que traza líneas imaginarias con elementos cortantes sin necesidad de detenerse o tener guías que lo ayuden a saber qué debe cortar.
Posa sus lentes en un punto del objeto y sigue el recorrido de su mano sin inmutarse, luego mide el recorte en unas baletas de gamuza azul rey.
Este año cumplirá medio siglo de matrimonio. De su unión tiene tres hijos adultos, una mujer y dos hombres. Ninguno heredó el oficio. Igual él no hubiera querido que fueran zapateros. “Quizá si lo hubieran aprendido en los buenos momentos del negocio, pero ahora no vale la pena”, Manifiesta Don Rodrigo.
El taller está lleno de zapatos viejos que esperan ser reparados. Obligación que se convirtió en la prioridad de los artesanos y que los transformó de creadores a “remendones”. Así lo acepta Rodrigo Zuluaga, una voz que se une a la de todos sus compañeros que hoy sólo pueden evocar los instantes de bonanza y fama zapatera.Sus palabras suenan melancólicas y resignadas cuando golpean con su quijada levemente salida.
De esos días en los que Rionegro recibía turistas que venían en busca de un buen par de zapatos, a Don Rodrigo le queda la satisfacción de haberle podido dar estudio a sus hijos. Uno de ellos se graduó en la Universidad Católica de Oriente, otro quiso dedicarse al comercio y su hija, de quien habla orgulloso, se graduó de Medicina en la Universidad de Antioquia. Ella ahora labora en el Hospital Gilberto Mejía del municipio y, según palabras de Don Rodrigo, se ha convertido en el principal sustento económico de la familia Zuluaga.
Él no fue el único que pudo darle educación a su familia gracias a la zapatería. Según Jesús Gonzalo Martínez, historiador y Director de la Biblioteca Pública Baldomero Sanín Cano, muchos de los artesanos del calzado en los momentos buenos pudieron ofrecer a sus hijos la opción de estudiar. Este beneficio a la larga hizo que los herederos de los zapateros no se dedicaran al oficio.
Busca entre todas las cosas que tiene esparcidas en su mesa de trabajo y el suelo, la pega. Ayudado por un cepillo de dientes con las cerdas abiertas, unta el pegamento por el pedazo de suela que momentos antes había cortado. Para que surta efecto debe esperar unos quince minutos antes de unirla al resto de zapato, igualmente embadurnado de cemento de caucho, nombre del adhesivo viscoso.
En su rostro las huellas del tiempo se ven levemente, su cabello ha perdido el color original y ahora se tiñe de blanco. Sin embargo, son sus palabras las que denotan los días que ha vivido. De la zapatería recuerda cuando hace cuarenta años trabajaba para una pareja dedicada al negocio y cómo con su lucha pudo sacar adelante a su familia.
Hoy los materiales con los que se hacen los zapatos han cambiado, pero el cuero sigue siendo el elemento insigne del calzado artesanal. Para Don Rodrigo es sinónimo de calidad y durabilidad, incluso desdeña de los productos que se elaboran con insumos sintéticos. Él sabe reconocer el cuero original porque, dice, huele y se palpa de forma singular.
A la hora de fabricar tiene sus preferencias. Le gusta hacer baletas, pues asegura son fáciles de armar; aunque de todos los estilos se queda con las botas. Manifiesta que son complicadas y lentas, pero el resultado vale la pena, y los insumos son dóciles y moldeables. Al lado izquierdo de su mesa se asoman un par de botas tejanas beige que aún no termina.
El taller tiene repartidos por el espacio todas las máquinas necesarias para la elaboración de un zapato. Esos aparatos hace cuarenta años fueron tecnología de punta, hoy son objetos un tanto ruidosos, obsoletos y que se resisten a ser apagados. Son el complemento del artesano que, como sus herramientas, insiste en seguir en el oficio porque es lo único que saben hacer. Eso dice Rodrigo Zuluaga y muchos de los zapateros que aún laboran. Pero, aunque sus palabras connoten resignación, la persistencia de sus actos, el empeño en el oficio y el gusto con el que enseñan a los interesados los pormenores de su labor, demuestra que aún sienten pasión por lo que hacen.
Él no es de los que encienden un cigarrillo con el que termina de aspirar, pero confiesa que el tabaco ha sido su peor vicio. Considera que es el mal más grande que un hombre puede hacerse y aunque ha intentado dejarlo, sus luchas han sido infructuosas. Inevitablemente combina el martilleo que fija las suelas, con un cigarrillo y una canción tropical de las que bailan los papás.
El taller de Cabros no siempre estuvo ubicado allí. Sólo se mudó de espacio, sigue localizado en la calle de siempre. Aunque el sitio es nuevo, todo lo que hay allí, las hormas, las máquinas, el desorden, incluso ellos, le da un toque antiguo, añejo como el oficio que desciende de los Quiramas.
Rodrigo Zuluaga (Foto: Melisa Llano)
Ahora que la pega está lista para unir la suela con el resto de la baleta de gamuza, Don Rodrigo comienza otro momento de precisión para que todos los bordes coincidan y el acabado del zapato sea bueno. Una vez puestos en su sitio, saca un martillo que estaba bajo el material con el que hacen los refuerzos y golpea o presiona los dos elementos para que se sellen permanentemente.
Otra cosa que lamenta Don Rodrigo es su nivel educativo. Sólo pudo terminar la básica primaria y dice que le da pena. No continuó estudiando por dedicarse a la zapatería y porque, en ese entonces, en Rionegro no había muchas opciones, concluye.
Hay quienes recuerdan que en los días de prevalencia zapatera, la mayoría de los artesanos eran animados, parranderos, católicos y amantes del fútbol. Rodrigo Zuluaga era uno de los reconocidos por su afición al balón pie. De hecho en un muro aledaño a su silla en Cabros, hay una foto, un tanto descolorida, con la formación de un equipo de fútbol rionegrero.
Para Jesús Gonzalo Martínez, el calzado en Rionegro se convirtió en un credo, una religión en la que el zapatero era exaltado y respetado. La tradición llegó a ser tan relevante que los artesanos establecieron el famoso “lunes del zapatero”, día en el que ellos descansaban. Cuenta Martínez que ellos se iban de paseo de olla a la quebrada La Pereira, a jugar fútbol en el Campo Santander, montar lancha en el parque Lago Santander y, sobre todo, a beber aguardiente.
Ahora Don Rodrigo se limita a recordar aquellos lunes, pues todo ha cambiado tanto que trasladó su día de receso para los domingos. El lunes se volvió jornada laboral, tanto así que trabajan hasta los festivos, narra Rodrigo. Las actividades del día libre también cambiaron, actualmente prefiere estar en su casa con su familia e ir de paseo en bicicleta por el pueblo.
Rodrigo Zuluaga, igual que sus compañeros, dice que con ellos la zapatería artesanal en Rionegro finalizará. Hace mucho que ningún joven, excepto los que mandan esporádicamente del hogar para huérfanos Aldea S. O. S, quiere aprender o dedicarse al oficio. Esto se debe a la poca rentabilidad del negocio, dice, mientras comenta que de no ser por su hija médica él no tendría como sobrevivir.
Con la suela pegada, Rodrigo lleva la baleta a la pulidora para limar los bordes. Una nube de polvo crema rodea la máquina que imposibilita oír las palabras de los zapateros. Lentamente la rueda deja de girar, él se vuelve a sentar en su puesto y toma una lija con la que raspa pequeñas protuberancias que la máquina no quitó, se toma el tiempo necesario para observar su creación. Una vez satisfecho, pone el par de zapatos en un borde de la mesa, se levanta sin pronunciar palabra y coge su chaqueta gris, colgada al lado de la foto futbolera. Con ella en el cuerpo, sin despedirse de sus compañeros, abre la puerta y empieza a descender las escalas hasta que su figura larga y delgada se pierde en el recorrido en forma de caracol.
lunes 27 de diciembre de 2010, 17:45 COT
Esta fue una experiencia maravillosa, siento que aprendimos mucho de un tema que por años había estado presente en conversaciones, fiestas y mitos; pero que hoy estaba guardado y empolvado. Particularmente lo veo como un homenaje a esos hombres que aún elaboran verdaderas piezas de arte ambulante.
Agradezco a mis compañeros por compartir su conocimiento y esta vivencia tan especial, también a equinoXio por haberse vuelto una puerta abierta en nuestra formación.
martes 28 de diciembre de 2010, 12:19 COT
Hola Silvana, casi nunca abro los correos de hotmail y acabo de ver el tuyo, veo que vas muy bien. Te felicito y un abrazo.