Tan avispado el tramposo
Columnas > Paso sin destinoPor Lukas Jaramillo Escobar
miã©rcoles 13 de mayo de 2009 21:23 COT
Sentados en unas escaleras, siempre junto a dos o tres por la incapacidad de estar solo, los delincuentes de la cuadra ven pasar a todo el mundo con sospechas; creen que todos los hombres que pasan por ahí están metidos en su propio juego y los miran con una mirada escogida para desafiar como mostrando que no temen cuando tienen más miedo que el resto. Luego de darle unas chupadas a un bazuco después de una tarde sin hacer nada, uno de ellos se para, como respaldado por los otros tres, y le tumba la cachucha a uno que pasaba. El que pasaba es cantante, pero se mantiene callado y con algo de humildad, que en realidad es practicidad, recoge su gorra mientras que el gañán, con voz de consumidor de helio, se burla de él.
El mayor tiene 30 años y llegó a cuarto de primaria, hace diez años que frecuenta esa misma esquina y ahora intenta ser el ídolo de un pelado de 17 años que es el único que le cree las historias. Curioso que el mayor se vista como el menor, ve mucha televisión y no sabe hacer nada pero dice que se le mide a todo. Ya para las amigas del más joven del parche él es muy viejo y para las de su propia edad simplemente éste no maduró, se estancó en unos cuentos de motos y pintas, en un juego de testosterona monótono que termina por aburrir.
La mayoría de la gente no está montada en su misma película, pero ellos ven pasar gente en lógica de posible amenaza para un territorio que sólo en el mundo de ellos tiene un dueño o está demarcado. Dos cuadras donde la gente les teme con una mezcla de aborrecimiento, dos cuadras para quedarse ahí confinado, como presos de su torpe delirio, porque no saben bajar al centro de la ciudad y se sienten sentenciados a muerte más allá de estas, lejos de las casas donde la mamá les guarda las caletas o hay una tía que los esconde.
El crimen, actividad mitificada desde otras latitudes, aquí en Colombia es ridículo. La cara del mal, como lo habría comprobado Arendt siguiendo de cerca a un criminal de guerra es lastimera y, produciendo desprecio, llega a ser inclusive cómica acá. El crimen se nutre del incapaz, del que no tiene gracia y del personaje sin vigor: en la esquina se ven personajes desganados, mientras que muy cerca en una centralidad se ven espigados deportistas de la misma edad. El rapero de la pandilla es mejor para el puñal que para el canto y de músico sólo le queda la pinta; el vago de la familia rica de Medellín, el que no quiso trabajar y lo echaron de la universidad, termina tumbando al papá con un cuento de platas para participar en un cruce de delincuentes; y al sicario, más que apreciado como pistolero, se le contrata porque sabe sobornar con plata fácil y desproporcionada que no le implica negociar; no le obliga, ni siquiera, a hablar bien.
Todavía aquí creemos que hay genios del crimen, debe ser porque creemos que es meritorio ser avispado. Pues me convencí, después de mirar unas cuantas biografías criminales, de lo obvio (de lo que no deberíamos olvidar): así como la vida es sagrada, el crimen es hacer trampa. Ya veo con claridad que siempre será el delito un timo en el juego de la vida (para jugadores mediocres, para débiles) y, mejor aún, ya entendí la definición de avispado, la que hace que mi primito de quince años se burle de un tramposo llamándolo avispado: una mínima inteligencia (promedio o incluso por debajo de la media) con una total ausencia de ética.