Rebelión en la granja según yo
Columnas > Una mente vulgarPor DieGoth
sbado 9 de junio de 2007 3:00 COT
Si yo hubiera sido George Orwell, o si hubiera escrito Rebelión en la Granja, lo hubiera hecho en resumen, así:
La granja tenía toda clase de animales. Más bien parecía un zoológico, o tal vez una reserva ecológica. Había cocodrilos, peces, tigres, serpientes, insectos de todo tipo, flamencos, vacas, alces, iguanas, canguros, chimpancés y claro, el infaltable cerdo, que en lugar de dirigir el lugar, soñaba con que un día podría inflarse y volar a la vista de todos.
En un principio no había leyes en la granja. O al menos el orden establecido no estaba escrito, ni había oficinas de burócratas determinando qué animal comía a quién, cuántas veces a la semana ni por qué ni cómo. Todos los animales desde su nacimiento entendían cuál era su lugar y procuraban desempeñar su papel con honra.
Los peces comían insectos unos, vegetales otros. Los cocodrilos se comían a los peces que se pusieran a su alcance, y también a uno que otro alce que se acercara desprevenido a tomar agua. Las vacas y los canguros se repartían el pasto, mientras que los alces preferían irse al bosque. Los chimpancés y las iguanas los miraban desde los árboles mientras comían frutos e insectos, y los flamencos esculcaban el fondo de la laguna mientras el cerdo se paseaba por aquí y por allá, exhibiendo sus últimas pintas, queriendo volar.
El ambiente no era precisamente el paraíso: quien no cazaba, no comía. Quien no buscaba, no encontraba. Quien no pedía, no recibía. Todos, a su manera y a su ritmo, debían moverse para sobrevivir. O para simplemente vivir, pues la vida sin movimiento es sólo un sueño. Para colmo, los vulnerables debían cuidarse de los depredadores, y éstos a su vez debían luchar unos con otros para definir quién se llevaba la mejor parte del botín. La muerte de unos era la supervivencia de otros. Y el cerdo contemplaba todo eso, y vio que no era bueno.
Así funcionó el lugar por miles de millones de años, cuando aún no era una granja y cuando la vaca tenía aletas y vivía en el agua, y los insectos eran diez veces más grandes que ahora, y eran ellos quienes se comían a los flamencos, que entonces no eran más que pequeños lagartijos que apenas aspiraban a tener alas algún día. Todo era cruel y salvaje, pero funcionaba. Al menos para unos, pues las iguanas todavía se acordaban de cuando tenían que esquivar los mordiscos de los diplodocos entre las ramas de los árboles. El tiempo y las circunstancias en la granja habían ido adaptando la forma y las costumbres de unos animales, mientras que otros, los más débiles y reacios a evolucionar, terminaron desapareciendo.
Se quejaba el cerdo de la vida tan dura en la granja. Era estresante tener que irse a dormir a un lugar seguro, porque de lo contrario podía no despertar, comido por alguna bestia inmisericorde. Envidiaba a los humanos, que tiempo atrás se habían refugiado en un santuario protegido por una tapia que los mantenía fuera del alcance de los colmillos impertinentes de los depredadores. Hasta se habían construido madrigueras sofisticadas que eran todo un sueño hasta para la más tosca tortuga.
"Si no hubiera que comer, las bestias no tendrían que cazar presas", pensaba el cerdo, mientras se acomodaba debajo de un árbol junto a la tapia, al caer la noche, su hora favorita para dormir.
Y soñaba con una granja distinta, donde nadie comiera a nadie. Bastaban un sorbo de agua y una bocanada de aire para llenar el buche y contentar el corazón. Una granja donde todos los animales fueran iguales. Eso sí, él tendría que ser más igual que los demás, pues era su sueño, era su idea, y era él quien iba a dirigirlos a todos hacia esa maravillosa nueva realidad. El animal nuevo estaba por gestarse.
Siguió soñando el cerdo que a los cocodrilos se les caían los colmillos, como para que ni por accidente lastimaran a nadie más. Las vacas ya no temían más a los tigres, que en vez de colmillos y garras ahora tenían una gran lengua para sorber el agua más fácil. Los flamencos se blanquearon, pues al fin dejaron en paz a los moluscos que los coloreaban, mientras las iguanas hacían tregua con las cucarachas y los peces con las larvas.
Al fin, en el sueño del cerdo, la cadena alimenticia, la última cadena en pie, se había roto para siempre. Nadie sería más esclavo ni eslabón de nadie. El agua y el aire eran la base y el sustento de todos los seres vivos.
Sobre agua edificaron su paraíso. En el aire yacía el mañana. Y el cerdo también, que al fin podía volar, de tanto aire que tragaba. Ahora todos podían leer sus pintas, y desde las alturas podía dirigir el destino de todos, por igual. Por supuesto, él debía estar encima, siendo más igual que los demás, pues el paraíso necesitaba un director que garantizara que todo estuviera en su santo lugar.
Al subir a las alturas, el cerdo vio que no había huesos por ningún lugar. Ni cascarones desgarrados, ni plumas regadas, ni funerales, ni despedidas. El cerdo no encontró muerte en ningún lugar. Y vio que era bueno.
Pero desde arriba, después de unos meses, el cerdo vio algo que le empezó a preocupar: cada vez había más y más animales. Aunque crecían, no envejecían ni morían. El suelo se empobreció por la falta de nutrientes, y los vegetales empezaron a secarse y quedarse sin hojas. La laguna cada vez se reducía más, y a la hora del almuerzo se convertía en un hervidero de criaturas sedientas que cada vez tenían que tragar más fango si querían absorber las últimas gotas disponibles. El aire se hacía más pesado y caliente, con menos oxígeno, menos vegetales renovándolo y más narices respirándolo.
Lo peor es que hasta las cucarachas apartaban a un lado a las vacas para tener su pedazo de orilla para beber el cada vez más escaso líquido. Todos eran iguales. Todos podían reclamar lo mismo. Nadie podía pisotear a nadie. Así, felices todos, sufrían en masa un mismo martirio colectivo y proletario.
Finalmente el aire del cielo, de lo rancio y caliente que estaba, le hizo al cerdo más difícil mantenerse a flote. Empezó a caer y caer y caer, hasta estrellarse en el centro de la laguna, que ya no era más que un charco fangoso. Entre el lodo los animales llegaron a él, desesperados, olfateando su carne jugosa, tanteando su barriga inflada. Habría en su cuerpo suficiente agua y suficiente aire para todos, tal vez. Los que aún tenían dientes empezaron a morder al cerdo por donde más cerca estuviera de sus hocicos. Poco a poco, el cerdo fue devorado por los animales. Quienes podían morder, arrancaban un pedazo y sorbían las pocas gotas de sangre que no caían en el fango. Los que no, lamían las heridas del desdichado cerdo, y mientras, todos inhalaban ansiosos los últimos gases contenidos en las desgarradas tripas de su líder caído.
El último lamento del cerdo se perdió en el eco de la tapia que mantenía a los humanos ajenos a la tragedia. Ellos seguían comiendo todo lo que se les antojara. Ellos seguían trabajando, sufriendo, gozando, intentando, fracasando, logrando. Caían, se levantaban. Se movían, vivían. Morían.
Poco a poco los animales fueron abandonando el charco y se fueron a saltar la tapia, desilusionados de su paraíso sofocante. Del otro lado del muro les esperaba una vida dura, llena de exigencias y obligaciones, donde no bastaba con existir para ganarse el derecho al alimento. Alguna función debían cumplir, y ojalá con eficiencia, para no terminar al lado del diplodoco, en el museo de la capital.
Del otro lado de la tapia les esperaba agua fresca, pero debían cuidarse de los cocodrilos que ya se habían instalado en las orillas. Del otro lado de la tapia podían comer lo que la naturaleza les había enseñado a comer, pero debían atrapar su comida otra vez. Del otro lado de la tapia, dejaban atrás su sofocante paraíso, pero tenían libertad para vivir y para morir. Eran libres de evolucionar, como hicieron sus ancestros durante miles de millones de años. ¿Por qué tendrían ellos que cambiar las leyes de la naturaleza, si toda la locura igualitaria no era más que el delirio de un cerdo que pretendía adaptar el mundo a su capricho en lugar de adaptarse él al mundo?
En el centro del charco quedó un trozo de cuero porcino. Algo rosado, algo embarrado. Entre mordisco aquí y arañazo allá, aún se podía leer con cierta dificultad una pinta que decía:
"¡Arriba, parias de la Tierra!
¡En pie, famélica legión!
Atruena la razón en marcha:
es el fin de la opresión"
mircoles 27 de agosto de 2008, 12:38 COT
Esta muy bonito lo de la granja nos deja una gran enseñanza a los seres humanos, no tenemos q ser como el cerdo que él queria hacer a su manera todo él no queria adaptarse al mundo sino q él queria hacer su mundo. Nosotros como seres humanos hay que adaptarnos al mundo y hay que servir para vivir, tenemos q aprender la ley de la vida que “que es nacer y morir”