Primavera sombría o promisoria
ColumnasPor Fabio Villegas Botero
sbado 4 de junio de 2011 23:57 COT
“Los que siembran con lágrimas cosechan entre cánticos”, era el canto de los antiguos israelitas a su regreso de Babilonia, donde había ido desterrado de su patria, según el salmo 126. Diría que algo similar se puede repetir sobre la primavera del pueblo árabe musulmán que explotó a principios de año, y se viene desenvolviendo en medio de éxitos y fracasos, entre gritos de exultación y lúgubres gemidos. O, quizás, se podría hablar de un cataclismo, de toda una revolución en una tierra y un pueblo abatidos por potencias extranjeras primero, y luego por unos déspotas y tiranos al servicio de aquellos y de sus turbios y mezquinos intereses materiales (el petróleo convertido en oro negro y una guerra inmoral sustentada en mentiras para expoliarlos). Si en Túnez y Egipto las inmensas multitudes de jóvenes agolpadas en sus plazas principales lograron un triunfo que hoy ya nos parece fácil, en otros países la represión brutal y el baño de sangre son la constante, pero no por ello lograrán abatirlos. Muchas lágrimas más se tendrán que derramar hasta que se puedan elevar gozosos y triunfantes los cantos de alegría. Este, al parecer, es el sino de nuestra especie.
El resto del mundo también está conmocionado. Quiero destacar la respuesta de las potencias occidentales, tanto de Europa como de Norteamérica. Si al principio fue de asombro y desconcierto, al ver en entredicho a sus lacayos, pronto vieron que ahí hay algo mucho más radical y más profundo. Es el clamor de un mundo joven, que se siente excluido y mutilado en sus derechos más sagrados, en sus sueños de un futuro que se les ha prometido, pero al cual les cierran violentamente el ingreso. De ahí el cambio a favor de ese movimiento incontenible, aun en medio de una desconfianza inocultable. Si para las potencias europeas, mucho más cercanas y más comprometidas o amenazadas, es una decisión ineludible, me parece que el único que ha intuído el verdadero meollo del problema es el presidente Obama.
El detonante de todo ese estallido es un punto microscópico de todo el Medio Oriente: el minúsculo pueblo palestino humillado, abatido, casi aniquilado por Israel, con el apoyo de su propio país y de algunos de Europa, o al menos con su connivencia. De ahí su propuesta audaz (otros dirán que insensata porque puede cerrarle el camino a la reelección) de dos estados, el palestino y el de Israel, pero con una condición que, aunque exigida reiteradamente por la ONU, Israel ha burlado y atropellado permanentemente: las fronteras de 1967. Dígalo, si no, la arrogancia de su primer ministro, Netanyahu, en su paseo casi triunfal por los Estados Unidos, mientras Obama estaba ausente, y el desconcertante aplauso de todo el Parlamento norteamericano a sus gritos de rechazo. El hecho de que el pueblo judío (inocente o culpable, no es lo importante) hubiera sido víctima ¡y con qué sevicia! de otros pueblos no le da derecho a convertirse en victimario del pueblo en cuyo seno vino a instalarse.