Por quien merece amar
Columnas > Paso sin destinoPor Lukas Jaramillo Escobar
viernes 10 de abril de 2009 15:18 COT
Es el anhelo de conectarme lo que me crea la necesidad de escribir, aunque de brega. Sencillamente me angustia la escasa conexión que logro con las conversaciones, el tenue testimonio de mi existencia que alcanzo al hablar y me recompongo cuando logro que algunos seres queridos entiendan cuando les llega un correo.
Menos que una sombra, un triste sujeto que no participa de sí mismo sería si no se me hubiera permitido el más corriente de los ejercicios expresivos: la escritura. Una pared, una página en blanco, una pantallita brillante, un punto de encuentro, es el tipo de oportunidades (de vacíos) que uno necesita que garanticen nuestro sueño de ciudad, la propuesta de mundo. En lo objetivo, en lo material, que nos den acceso como puerta abierta, un camino con menos cascajo, los materiales para construir nuestro propio puente. En lo subjetivo, lo íntimo, que ese urbanismo o política de la gratuidad se haga buen puerto para un arte, para un oficio con entrañas, y que desde ahí se pueda dar testimonio de haber pasado de prisa o lento, con toda la participación de sí mismo, esta vida.
El acceso objetivo, material y urbano tiene que hacer parte de una política de la intimidad, para que tenga sentido, para que no se tiente a refugiarse en su esquizofrenia tecnocrática. Aquí la trampa no es la de los bloques de cemento, rejas o grandes avenidas; es la semántica excesiva, los sustantivos escasos y los zalameros verbos rectores que no se encuentran con nuestras búsquedas reales, que no guardan con suficiente solemnidad nuestros más sinceros tesoros y entonces, prohibieron la palabra felicidad y amor en la política como una extraña división de lo público y lo privado que arruina el sentido de todo por algún burócrata que nunca se exigió separar los negocios de la administración pública.
Quien ha amado, quien conoce sus secuelas o su anhelo sabe que, sin lugar a duda, ese fervor es, entre todo, lo más valioso que se porta cuando lo hemos conquistado. Entonces, ¿por qué no exigir a Medellín, después de que hay más parques, más lugares donde ser aceptado, que cuide nuestra única devoción (la que puede ser, la que será)? También construir desde mi otear ambulatorio, mi recesar inquietante, una ciudad donde ser aceptado con ella cuando no lleve billetera, cuando no me han pagado y sólo cuente con la cédula (mi primera y última condición de pertenencia).
Viajando al futuro, te escribo, mujer de siempre, para decirte que estoy apostando a una urbe donde nos podamos encontrar más fácil, puedas perderte o hallarte según quieras y entonces volver la vista para verme garabateando algo en una esquina donde tengo todo para perder de la forma más expresiva y luego dejarte oír, para que decidan si ser indiferente contigo pero nunca difuminarte. Me imagino de quince años, careciendo de todo: rumbo, papeles, billetes, invitaciones, reconocimiento, oficio; y me acuerdo de que en ese entonces, sin las palabras para clamar, sólo se quería un lugar donde ser aceptado con la pelada que por fin acepto la invitación, sin el riesgo de sufrir una mala indiferencia de los otros, con la oportunidad de ser un poco anónimo (ergo, contraer una buena indiferencia), para que, por lo menos, todo vuelva a depender de ella: que con todo en juego exista el riesgo de tener un lugar en un corazón de la ciudad.
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