Navidad agridulce
ColumnasPor Fabio Villegas Botero
viernes 23 de diciembre de 2011 18:31 COT
Esta navidad del 2011 no va a ser para todos los colombianos la gran fiesta con que todos soñamos cada año. Para muchos, va a ser una navidad supremamente triste, mientras para otros va a ser, quizás, una de las mejores en toda su vida. El terrible invierno que ha azotado por segunda vez y casi sin interrupción al país ha sembrado la muerte, la destrucción, el dolor, el sufrimiento y hasta la desesperanza en pueblos y ciudades, en campos, cultivos, vías y, sobre todo, en multitud de hogares que no podrán sino llorar a sus muertos, fallecidos en forma trágica, o acompañar a los heridos, a los huérfanos, a tantos que quedaron en la miseria total por la pérdida de sus viviendas, sus enseres, sus cultivos, cuanto tenían. Los que nos hemos visto libres de tanta tragedia vamos a tener que despertar en nosotros los sentimientos de compasión, de solidaridad, de acompañamiento a tanto hermano que sufre. Pero, al mismo tiempo, acrecentar los sentimientos de gratitud a ese Niño Dios que nos ha bendecido, individualmente y en familia, lo mismo que a todo el país con dones que no merecemos pero si agradecemos desde lo más íntimo.
Los humanos somos muy dados a borrar el significado de mil gestos y actitudes, de mil conmemoraciones y fiestas. Cuando el Gobierno colombiano decidió hace muchos años convertir en lunes de puente, de descanso obligatorio, diez festivos que existían de antiguo, le quitó el significado a una serie de festividades patrias y, sobre todo, religiosas. ¿Qué sentido tienen los lunes de enero, marzo, abril, mayo, junio, agosto, octubre y noviembre? La mayoría eran fiestas religiosas de gran relevancia en el cristianismo, como los Reyes Magos, San José, la Ascensión, el Corpus Christi, el Sagrado Corazón de Jesús, San Pedro y San Pablo, la Asunción de María y Todos los Santos. Estaban también el 12 de octubre y la Independencia de Cartagena. Es más. Aun con las fiestas más importantes como el 20 de julio y el 7 de agosto, la Inmaculada y la Navidad, sucede algo similar.
El agridulce de esta Navidad nos debería llevar al fondo del misterio que celebramos. La Navidad en el cristianismo, y casi que en todo el mundo, aun de millones de personas que no tienen ni la más remota idea de los valores de nuestra religión, se ha convertido en una de las fiestas más grandes del año. Y con plena razón. Celebramos el nacimiento, no de un niño cualquiera, aunque la apariencia sea igual, sino del propio Hijo de Dios que viene, haciéndose uno de nosotros, a elevar la especie humana a la dignidad del propio Dios. Es lo que bellamente canta la Iglesia en el prefacio de la misa de Navidad: “Por Él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no solo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace eternos a nosotros”, palabras que hacen eco a las bellísimas del apóstol Pablo: “Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre”.