La dura iniciación de Pedro Alfa
Columnas > CulturaPor Carlos Uribe de los Ríos
mircoles 6 de junio de 2007 0:01 COT
De los recursos y torniquetes tradicionales que se usan para perpetuar el desinterés y las fobias de los jóvenes por todo aquello que se salga de los esquemas repetidos y vacíos que recibieron de su casa o de su escuela.
Pedro Alfa estaba confundido. A sus catorce años y por primera vez lo habían puesto a leer, en el colegio, una novela. ¡Un libro entero! El profe enumeró con tono pausado y anotó en el tablero los tres títulos y escritores entre los que podían escoger: María, de Jorge Isaac; Lejos del Nido, de Juan José Botero, y El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle. Se quedó con la primera.
Antes de eso su familiaridad con los libros no había pasado de los textos de estudio, y de un librito de pasta gruesa y pocas hojas, Pinocho, publicado por Carlos Valencia Editores, que le habían regalado cuando cumplió nueve años.
Como en su casa no había biblioteca, apenas una docena de libracos desvencijados que habían recibido del abuelo, dijo que tenía qué ir a Biblioteca Piloto, pues era la precisa. Le quedaba cerca y allí debía estar la novela de la que hablaba tan bien el profe. Una historia de amor. ¡Qué machera! Pero saber que era del siglo XIX le infundía desconfianza.
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Pedro Alfa se quedó pensando. ¿Como alguien podría decir que había en el mundo mejores platos que la bandeja paisa? Esa sí estaba difícil. Su pregunta se planteó desde que un recién llegado al barrio, que se había ido desde niño para España, regresaba ahora, a los 18, y hablaba de comidas raras como si hubiera recibido del cielo la tabla de la gastronomía.
En su casa era claro que entre los platos que preparaba la mamá, heredados de la tía que sí sabía de cocina, la bandeja paisa tenía supremacía. Después, la sopa de arroz con carne molida y plátano maduro, y el tercer puesto se lo disputaban el sancocho, el mondongo y la posta sudada. Pero el visitante mencionaba comidas desconocidas –guácala- que no podrían compararse con las de por aquí. Tuvo que apuntar para poder preguntar en la casa.
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Pedro Alfa puso cara de desconcierto. Escuchó donde su amigo Orlando una canción de Nina Simone y le pareció que, además de ser negra y fea, esa señora cantaba con voz aguardientosa, en inglés y con un dejo monótono y triste. Nada que ver con el CD de Vicente y Alejandro Fernández, con los éxitos de Darío Gómez y los discos viejos de Los Graduados. Bueno, y el reguetón.
Por eso sintió que le fue mal cuando su tío, que vive bien en Italia como pintor de brocha gorda, le envió, a los quince, una caja de CD con la colección Pavarotti y sus amigos, un revuelto donde muchos trataban de estar a la par con un señor aburrido que canta a lo antiguo.
En casa siempre tuvo a la mano los discos de su papá, que eran bacanos pero pasados de moda: tangos de Gardel, Rodríguez y Canaro, y un montón de acetatos de la Sonora Matancera. Esos con los que bebía el viejo con sus amigotes los sábados por la noche, sin falta. Su mamá era la que colocaba el tono diferente. Siempre escuchaba la Voz de Colombia, y esa sí era música.
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Para asegurarse de que no fueran a copiar tan fácilmente el informe de lectura, el profe puso condiciones: resumir la historia, contestar unas preguntas clave y escribir mínimo dos páginas sobre la música, la literatura, la moda o el léxico de época en María. Y Pedro Alfa se metió en la sin salida. La novela le pareció mamona; no entendía casi nada y la lentitud de todo lo que pasaba allí lo iba desesperando. Hasta que abandonó el libro que prestó en La Piloto y encargó un trabajo por 20 mil pesos.
Sus argumentos en pro de la comida paisa fueron contundentes: lo propio siempre es mejor; lo de uno. Los demás son recursos de la penetración imperialista. Nos criaron con frijoles y arepas. De eso estamos hechos. Es una tradición que nos viene de los abuelos.
El blues y el jazz, resumió después, siguen siendo música de negros, extranjera, que se las da de intelectual. Somos latinos y nuestra cultura ha de permanecer por encima. Precisamente ahora, en tiempos en los que tratan de imponernos el TLC, esa puede ser nuestra resistencia: la música. Pavarotti es para gentecilla de clase media, o de de profesores de universidad. Nada como los clásicos nuestros, con los que nos levantamos.
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Pedro Alfa llegó al fin a la universidad convencido de dominar el mundo. No pudo entrar a la Bolivariana, donde estudian sus amigos, porque no tenía suficiente dinero. Se presentó a la de Antioquia, pero había apenas 40 cupos. Finalmente, pudo matricularse en la Remington. Comunicación social tenía fama de ser fácil y de reunir a las viejas más buenas. Y quedó de una pieza cuando, el primer día, en la primera clase de redacción básica, la primera profe, entrada en edad y en sobrepeso, les dijo que tenían que leerse un libro por mes durante el semestre. Para iniciar, El Imperio, de Ryszard Kapuściński, un mamotreto del que no quería pasar de la primera página, pues odiaba la literatura.