La agonía de los porotos
Austral > ColumnasPor Julio Suárez Anturi
lunes 4 de septiembre de 2006 9:59 COT
Siempre quise tener una familia numerosa. Y mi sueño más preciado era poderme sentar en la punta de una enorme mesa, y comer junto con mi pequeño batallón de chiquillos y chiquillas nacidos de los combates amatorios con mi mujer.
Y ello no fue así..
Terminé con una familia pequeña, de dos hijos, cada uno nacido con la suficiente distancia en el tiempo para ser, en realidad, hijos únicos.
Quizás tenía esa idea agazapada en mis deseos, como consecuencia de una familia de 7 hijos que fuimos, quienes, además de mis padres, lográbamos ocupar fácilmente la mesa grande del comedor.
En ambos casos, uno tenía la posibilidad de husmear un poco las ollas cuando estaban sirviendo, probar un pedacito de algo, tener un amistoso encuentro del grupo humano en el cual uno interactuaba a diario, porque esa era la vida.
Todo ello se transformó, durante un tiempo, en almuerzos los domingos donde mi mamá, pero después ella falleció.
Poco a poco, la comunidad familiar ha ido quedando en el recuerdo. Y eso se extraña.
Dicen los expertos que esas reuniones alrededor de los alimentos constituyen un hito en la formación de los hijos, y en el contacto que pueden tener los padres en el mundo de sus chiquilines.
Estudios hechos en Estados Unidos sobre este crucial asunto social, dejan percibir que los niños y adolescentes cuyas familias mantenían esta práctica, tenían mejor desempeño escolar, menos estrés y una baja tendencia a la curiosidad por las drogas.
Las comidas en familias abren la puerta a los hijos para participar en sociedad, escuchar y hablar, y ampliar el número de palabras que emplea para comunicarse, todo lo cual redunda en mejores condiciones para el desarrollo cognitivo de este nuevo ser humano que inicia el vasto camino de la vida.
Lo que reportan las estadísticas más recientes es que las comidas en familia están quedando, lamentablemente, como una institución del pasado.
Ahora, debido a que la madre trabaja fuera del hogar y el padre se volvió “trabajólico” –expresión para encubrir un padre estresado e inseguro–, y los muchachos y chiquillas están buscando nichos sociales fuera de sus casas con alguna precocidad, parece que asistimos a la pulverización de las familias.
Pulverizadas por los afanes de la denominada Sociedad Moderna.
Tan lamentable este cambio en las costumbres del hogar, como el cambio en las costumbres de los alimentos.
Tres profesionales decidieron estudiar los hábitos alimenticios y se encontraron con la gran sorpresa: ¡En Chile se está dejando de comer porotos!
¡Porotos!, considerado el plato nacional, casi. Conocidos en otros lugares como fríjoles, los porotos son de color amarillo blanqueado, y más bien pequeños, comparados con los enormes fríjoles colombianos, que son rojizo oscuro, distintos eso sí a los minúsculos porotos negros venezolanos.
“Porotos con rienda”, uno de los platos típicos, adiciona a esa deliciosa legumbre la textura, forma y consistencia de los tallarines, lo que puede llevar, ¿por qué no?, trozos de longaniza, vienesa, o cuadritos de carne vacuna.
La antropóloga Marcela Romo, la sicóloga Marcela Castillo y el pediatra Carlos Castillo hicieron este alucinante descubrimiento.
La extinción de los porotos en la dieta en Chile es tanto como la del ajiaco o las arepas en Colombia.
En su informe reseñan, además, que acá se está perdiendo la costumbre del consumo de ensaladas y frutas, que fue un hábito adquirido y asentado por décadas, hasta hoy día.
Y más aún: siendo un país de mar, es mínimo el consumo de pescado. “La ingesta de pescado es una de las más bajas de Latinoamérica”.
Todo aquello, tradicionalmente suculento, dio paso a la bebida gaseosa, la hamburguesa y la pizza. Y cuando se consume jugo, es envasado, industrializado.
Se extraña lo otro, hay que decirlo. Por eso, se requiere una poderosa campaña, ya mismo, para involucrar a los niños y adolescentes en la preparación de los alimentos tradicionales, acudir a los que mejoran nuestra digestión como las frutas y las ensaladas, y volver a sentarse en familia a comer esas delicias. Hasta chuparse los dedos.
jueves 7 de septiembre de 2006, 00:54 COT
Qué estupendo artículo Julio! Haces una radiografía exacta de lo que está sucediendo, a nivel mundial desde hace mucho tiempo, pero en nuestros países desde hace unos años. Me uno decididamente a esa campaña, pues comparto tus experiencias en la mesa familiar.
Un fuerte abrazo, SC
jueves 7 de septiembre de 2006, 10:35 COT
La verdad, da pena ver la extinción de la vida que conocimos, y no creo que sea algo bueno de la llamada modernidad, Sentido Común, eso de escatimarnos algunas costumbres que humanizaban la familia, como la de comer juntos alimentos típicos. Abrazo.
jueves 7 de septiembre de 2006, 19:25 COT
Julio, pues crecimos con esas mismas costumbres. El sabado era ese dia especial en que nos reuniamos todos, ibamos a comprar las cosas mas ricas para acompañar el Ajiaco, el sancocho, o un buen puchero. Se sacaban los mejores cubiertos y la mejor vajilla. Y en la tarde donde los abuelos a tomar onces, tamales hechos en casa, chocolate y lo que lo acompañaba. Y hoy nooo, que pereza cocinar, el sabado es como dice el articulo el dia de la hamburguesa y la gaseosa. Si lastima se perdio todo esto.
viernes 8 de septiembre de 2006, 08:17 COT
¡Tamal con chocolate! Hummm… ¡qué delicia! Todo eso se ha perdido Macladu: las visitas a familiares, las reuniones donde los padres cuando uno ya no vivía en la casa, la cena con la esposa y los hijos, el domingo de familia… Es el costo de la modernidad, costo que podemos reducir un poco, sobreponiéndonos a los estándares que nos quieren imponer desde yo no sé dónde, y acurrucándonos en ciertas costumbres que preservan el amor de familia. Abrazo.