De las preguntas que inspira el fenómeno religioso hay una, quizá la más evidente, que rara vez se formula pero ayudaría a solucionar los problemas inspirados por los fundamentalismos: ¿por qué creemos? Los mecanismos antropológicos, sociales, sicológicos y filosóficos de la función religiosa han sido investigados hasta la saciedad y sabemos que aportan cohesión, pues los cuerpos sociales castigan a quienes no compartan sus creencias trascendentales, así que se convierte en una fundamental herramienta de afiliación. Pero todas esas reflexiones asumen que la religiosidad era inevitable, como si fuera connatural al ser humano.
No hay otro organismo en la tierra que experimente nada parecido a un impulso religioso. Podría alegarse que eso se debe al lenguaje o a la construcción social, pero esas destrezas fortalecieron, difícilmente generaron, el impulso para la construcción mítica. Somos la única especie que tiene un dios en que creer, ¿por qué? Aun compartiendo el creacionismo y aceptando que los humanos tenemos una chispa de divinidad concedida por ese dios ¿por qué ese dios no le dio a ninguna otra especie ni siquiera mínima conciencia de su existencia? Himnos de la mayoría de las religiones usan la metáfora de una creación que canta las glorias de su creador, pero ¿cómo es posible si no tiene remota idea de su existencia, ya no digamos de su rol en el mundo? Si decimos que lo hacen a través de nosotros, ¿a estas alturas del partido no es sobreestimarnos esperar que dios inventó semejante diversidad para nosotros? Seremos la especie favorita, pero para dárnoslos de juguete le hubiera bastado con un par de docenas de especies. Y si no son juguetes sino garantes de supervivencia, luego de extinguir tantas especies ya el equilibrio estaría tan dañado que deberíamos haber muerto hace rato.
No invoquemos la teoría de la evolución, porque no lo necesitamos. Vamos a imaginarnos que hubo modelos previos “humanoides” que fueron mejorando su adaptación, y cada tanto avanzaban lo suficiente como para merecer un nombre distinto. No les pido creer que una especie dio origen a otra, sino que la misma especie mejoró, lo cual no debería ser tan difícil para los que no sean evolucionistas; después de todo, el hombre promedio de hoy es bastante diferente al de hace cien años. Uno de esos modelos previos fue el hombre de Neanderthal.
El Neanderthal en treinta segundos: era unos 15 centímetros más bajo que el humano promedio actual, vivió hace entre 600 y 350 mil años en Europa y su desaparición es un misterio (algunos dicen que se extinguió, otros que fue asimilado por la rama que siguió su camino hacia el Homo Sapiens, que somos nosotros) pero lo que nos interesa es que enterraba a sus muertos. Este sujeto es el primero, en la historia y prehistoria, con un ritual mortuorio, y lo curioso es que los dejaba amarrados en posición fetal. Ninguno de sus antecesores con capacidad cerebral comparable se tomó el trabajo de ocuparse de los muertos, menos con un ritual que denota una idea más allá del mero afán pragmático de controlar olores, por ejemplo. Los científicos no ven en esto un antecedente de la momificación o una aspiración estética sino una aspiración más simple: al pobrecito prehomínido lo aterraba la posibilidad de que los muertos salieran a perseguirlo.
La pregunta cabe: ¿qué hubiera pasado si la oleada migratoria de sujetos más avanzados provenientes de África, que asimiló a los Neanderthal y siguió su camino hacia el actual Homo Sapiens, nunca se los tropieza? Estos inmigrantes africanos tenían una genética que les hubiera permitido seguir su desarrollo sin contar con el complemento de este modelo inferior. Robert Sawyer, que es un novelista y no un científico, propone en su trilogía Neanderthal Parallax una de esas historias alternativas que por esta vez, aunque su intención inicial es divertir, es más profunda: si hubiera una dimensión paralela donde los Neanderthales se impusieron y entramos en contacto con ella, ¿cómo sería la religiosidad en esa otra dimensión?
Nos gusta creer que o bien la divinidad de dios es tan evidente que era inevitable desarrollar ritos reconociéndola (si no los ordenó él personalmente a algún venerado patriarca), o que la religión cumple una función social ineludible y tarde o temprano la hubiéramos inventado. Pero hay una tercera posibilidad que ahora la neurociencia investiga así sea por curiosidad con títulos como Dios está en el cerebro: que nuestra aproximación a los misterios de la divinidad fuera el aporte genético proveniente de una mutación que nos dejó un lejano y olvidado tatarabuelo de cráneo alargado y cuerpo velludo. Eso no significa que dios, cualquiera que fuera, no exista, pero sí que nuestra forma de entenderlo, interpretarlo y relacionarnos con él, incluyendo libros sagrados, ritos e invocaciones, está sometida a la tenaza de acero de un gen que configuró así nuestro cerebro por azar hace cientos de miles de años y, más inquietante, si los Neanderthal no entran a nuestro patrimonio genético, nuestra idea religiosa sería muy distinta, en caso de existir siquiera.
Esta columna puede ser una fábula o un resumen de divulgación, dejo eso al criterio de cada cual, pero imaginen por un momento la posibilidad. La Inquisición, las cruzadas, el fanatismo musulmán, la guerra palestina por la tierra prometida, los Testigos de Jehová que timbran justo durante la siesta o los árboles talados para escribir libros sobre el Diseño Inteligente fueron condicionados todos por un antepasado de nombre impronunciable. La idea no resulta agradable, pero explica más cosas que la fe cerrera de un creyente a ultranza y debería hacernos un poco más respetuosos de la fe ajena.