Cuando los estudiosos del futuro describan a la América Latina de comienzos del siglo XXI, la verán como el propio Arthur Conan Doyle imaginó su “Mundo perdido” (Lost world), un continente donde el tiempo se detuvo, conformando una aberración histórica.
Al igual que las dictaduras del siglo XIX, cuando América Latina era apenas una suma de caudillos, fragmentada conforme a sus apetitos, y repetidas hasta la saciedad en el siglo XX, hoy las dictaduras regresan en forma soterrada o grosera, dependiendo del gobernante y sus mañas.
No importa el país o la ideología, la excusa es la de siempre: salvar la Patria, y, por supuesto, el caudillo es el único instrumento capaz de llevar a cabo tan heroica tarea. Chávez en Venezuela, Uribe en Colombia, Ortega en Nicaragua, Correa en Ecuador y Morales en Bolivia conforman el jurásico político en su mayor esplendor.
La tarea es tan inmensurable, aseguran, que necesitan toda su vida para llevarla a cabo. Pero en un continente, receloso ante las dictaduras que ha padecido en la mayor parte de su historia, los dictadores de nuevo cuño utilizan la democracia como trampolín para llegar al poder.
Una vez allí, destapan sus cartas. Como las leyes son el primer tropiezo para ejercer un poder ilimitado, las moldean a su acomodo, utilizando en forma perversa las instituciones democráticas para torcer la voluntad en su favor. El miedo hacia un enemigo interno o externo y el derroche populista de recursos, ponen a los electores a su favor.
Chávez acaba de conseguir su reelección indefinida inventándose complots extranjeros y volcando sus petrodólares para comprar los votos a su favor. Evo Morales y Rafael Correa también se aferran a la reelección proyectando enemigos externos (Estados Unidos o Colombia, para el caso es lo mismo) y el nacionalismo a ultranza, para cambiar las Constituciones a su favor.
Álvaro Uribe, colocado al extremo derecho del jurásico latinoamericano, tiene su propio demonio, una guerrilla que, como él, parece un flashback de los sesenta. Su lucha interminable los eterniza a ambos, mientras Ortega, en la Nicaragua de la miseria endémica, remienda su popularidad satanizando a Colombia y en estrecha alianza con la derecha estudia reformar la constitución para que su reelección sea tan real como la chavista.
Pero no sólo los dinosaurios le apuestan a contradecir la historia. También los mamíferos que coexisten con ellos. Lula, el más pragmático líder de la izquierda latinoamericana, apostó su supervivencia a convivir con todos. Derecha, izquierda y centro, todas las ideologías cohabitan en la suya, y se hizo reelegir para demostrar que también en Brasil existen los líderes indispensables, como en República Dominicana, donde Leonel Fernández resume en su haber el clásico dicho, “¿si no soy yo, quién?”
Otros, como los dictadores de antaño que apostaban a las dinastías familiares, también se perpetúan, como los Kirchner en Argentina. Marido y mujer intercambian el rol presidencial, mientras otros creen que quizás el primer período presidencial no les alcance, pese a acabarse de posesionar, como Fernando Lugo, en el Paraguay.
Pero, hay que decirlo, algunos le apuestan a la democracia y con ella al respeto de las reglas de juego que los eligieron, como Bachelet en Chile, aunque visiten fósiles vivientes, contradiciendo los recuerdos de las dictaduras que debieron soportar. Tabaré Vázquez, en Uruguay, también respeta las reglas. Claro que sus mandatos han sido tan grises que la reelección les está vedada por simple sustracción de materia.
Y, finalmente, encontramos en esta Latinoamérica tan desigual y excluyente a los que siempre han tenido el poder en sus manos como Óscar Arias de Costa Rica. De ahí que les resulte indiferente el rol de presidente o expresidente. Con ambos títulos gobiernan a sus países sin mayores afanes. Son los caciques de siempre, como los que se encuentran enquistados en ARENA, el partido hegemónico de El Salvador.
Así todos, dinosaurios y mamíferos coexisten pacíficamente, aplicando cada quien, en su territorio propio, la ley de “selección natural” pero a la brava. Sólo subsiste el más fuerte, es decir, el más oportunista y marrullero. Un paisaje anacrónico en el que la "Evolución de las especies" es apenas una referencia bibliográfica. Que lo diga Felipe Calderón en el México feudal que comparte poder y territorio con el industrial.
No sorprende que una reciente encuesta descubra que un gran porcentaje de latinoamericanos crean en Adán y Eva. Al fin y al cabo sus dirigentes no han sido más que eso desde nuestra independencia formal, ¡puros ídolos de barro!