¿Es responsable el estudiante Nicolás Castro de haber cometido un delito por haber abierto un sitio en la red social Facebook en el que manifestaba su deseo de matar a Jerónimo Uribe, hijo de Álvaro Uribe, presidente de la república? La respuesta no es tan fácil como parece.
Yo puedo pensar en matar a alguien, incluso manifestarlo verbalmente a vecinos, amigos, compañeros de trabajo, transeúntes, sin convertirme en delincuente. Mis palabras, con ademanes incluidos, pueden causar reproche social, pero nada más.
Ahora, puedo ir más allá de una bravata. Me compro una pistola, le monto vigilancia a la posible víctima, aprendo a tirar al blanco, conformando indicios de que es posible que pase de la palabra a los hechos. Pero aún en este caso, aparte de la preocupación de la policía, sigo sin infringir la ley. Preocupa que compre un arma, pero esto no quiere decir, indefectiblemente, que de verdad voy a matar a quien es objeto de mis denuestos.
Pero si armo un grupo para hacerlo o por lo menos los motivo a que cualquiera tome la iniciativa nos encontramos frente a esos delitos que se estructuran por el simple hecho de poner en peligro a alguien. Este es el que se le llama “instigación a delinquir”. Basta que motive a alguien a cometer un delito para convertirme en delincuente.
La cuestión se torna álgida si esta instigación no la hago al vecino sino a través de un medio masivo de comunicación. ¿Qué tal un aviso de prensa, un programa de radio, una entrevista televisiva, en la que manifiesto no sólo mis deseos de matar a alguien sino que, además, llamo a la audiencia a sumarse a mi iniciativa?
Pero lo que es claro en el mundo real no lo es tanto en el mundo virtual, un mundo ajeno que no necesariamente sigue las mismas reglas del que a diario tocamos y olemos. En las redes sociales, donde multitudes de desconocidos se ponen en contacto y sacan a relucir lo mejor o lo peor de sí, se ha convertido en regla no tener reglas.
Como una especie de sesión psicológica colectiva, detrás del anonimato que proporciona la Red, muchos internautas sacan a relucir sus entrañas, miedos, defectos, sin que esto pase a mayores. Amenazan, insultan, descalifican, se burlan, todo es válido para “opinar” sobre los famosos.
Sin embargo, a diferencia del mundo real, en este mundo de bits son tantas y tan frecuentes estas manifestaciones primitivas que no se toman en serio la mayor parte de las veces porque la falta de credibilidad es la norma en este mundo caótico, explicable si se tiene en cuenta que así fue creado, sin normas, principios o valores.
Es el caso de Nicolás Castro. Un buen alumno, según dicen los que lo conocen, pero que frente a la pantalla de su PC se transformaba en un furioso depredador, manifestando sus odios en caracteres que publicaba en una red social, lo que motivó que otros, se le sumaran, creando una cofradía de desadaptados virtuales, que al apagar el computador regresaban a sus vidas normales.
¿Instigación a delinquir? Si, pero virtualmente. Matar pero a través de bits. Ningún delincuente, que realmente quiera cometer un delito, se pone a publicar sus planes. Una diversión macabra, idiota e irresponsable, pero que no puede penarse como un delito de la vida real.
Infortunadamente, aún los estudios sobre los delitos informáticos están en pañales y lo que se ha buscado es equipararlos a los corrientes, lo que provoca al final procesos como el de Nicolás Castro, que merecería un reproche penal, pues su conducta afecta la convivencia social, pero que no encuentra acomodo en los delitos que ahora se encuentran contemplados en el Código penal.
Estas “diversiones” de la Red, estas comunidades que se crean para desfogar emociones que pueden llegar a causar daños reales deben ser penalizadas con sanciones diferentes a las que tenemos hoy en día. Pero aún falta trecho por recorrer y, por ahora, el caso de Nicolás Castro es un llamado de atención para que miremos con atención este mundo, sometiéndolo a reglas de convivencia.