Los jerarcas de la Iglesia Católica colombiana no han soportado las reflexiones del padre Alfonso Llano, jesuita que acaba de cumplir 50 años de sacerdocio y que en el país es símbolo de la renovación de la fe. Ni ha concedido espacio al debate ilustrado. Todo lo contrario. El cardenal Rubiano y algunos otros obispos no permiten que se levanten voces en contra de su establecimiento: pareciera que están en altas posiciones no para hacer de sostén y guía de sus pastores y comunidades, sino para convertirse en cancerberos y perseguidores de todo cuanto les huela a disidencia.
La Iglesia colombiana ha sido una de las más conservadoras en América Latina. Y ese encerramiento la ha llevado a perseguir a cuanto sacerdote se atreva a plantear interrogantes teológicos, morales o de fe. El grupo Golconda, célebre en los años 60 por su defensa de una teología de la liberación, terminó arrasado por las decisiones personales de sus líderes, cuando decidieron irse para el monte, como Camilo Torres Restrepo, o por la retirada silenciosa de otros que no pudieron aguantar las persecuciones internas.
El padre Llano, hace 40 años, viene planteando desde la academia y desde sus columnas en El Tiempo, de Bogotá, una mirada más actual, más acorde con los tiempos y con la ciencia, de algunos puntos esenciales en el catolicismo, que a su manera de ver deberían ser revisados. Pero en esta tarea despaciosa y casi subliminal, no ha utilizado el debate público encendido, ni menos el ataque a la posición cerrada de sus jerarcas superiores, desde siempre empeñados en denunciarlo ante Roma, precisamente en las oficinas del antiguo Santo Oficio que estaban bajo la responsabilidad del conservador cardenal Ratzinger, hoy el Papa Benedicto.
Llano, paciente, estudioso, sereno y contundente, se ha atrevido, por ejemplo, a poner en tela de juicio la divinidad de Cristo, aunque él mismo ha explicado que se trata de una diferencia en la forma de presentarla. Para el jesuita, Cristo “es un hombre de la historia; Dios se hizo presente en él y nos salvó. Lo demás parece discutible prácticamente todo”, según dijo a El Tiempo.
Obviamente, este tipo de afirmaciones, que invitan a una reflexión profunda sobre la fe cristiana, tanto a creyentes como a no creyentes, les levantan el pelo –que les queda- a los jerarcas. Por eso el Cardenal Primado le prohibió escribir en los periódicos y hablar en público sobre estos temas, hace ocho meses, cuando el padre Llano escribió en El Tiempo, en su columna hasta entonces habitual los domingos en las páginas de opinión, que “la resurrección de Jesús es una metáfora, apoyada en un paradigma cósmico caducado. Textualmente dice que Jesús debió salir del sepulcro y subir al cielo. A estas alturas es casi ridículo creerlo. Lo que quiere decir esto es que Jesucristo pasó a Dios y vive con nosotros”.
Le sellaron la boca. En la práctica lo confinaron a una oficina desde la que dirige el Instituto de Bioética de la Universidad Javeriana, único espacio en el que puede desenvolverse. Lo mismo hicieron en Roma con el también jesuita Theilard de Chardin, en los convulsionados tiempos de Pío XII.
El asunto grave es que en la Iglesia colombiana no existe la menor posibilidad de que los sacerdotes disientan de lo que piensa la institución o de lo que ordenan los superiores. En Medellín, a finales de los 60 y durante los 70, el entonces arzobispo López Trujillo desató una persecución sin respiro contra decenas de sacerdotes que estaban preocupados por las condiciones de vida miserables de una enorme población marginada, que había llegado a la ciudad desplazada por la llamada violencia política de la época. Hoy, muchos de esos sacerdotes viven como parias, olvidados y con frecuencia despreciados por una sociedad que prefiere estar del lado del poder y no preguntarse a sí misma nada que la saque de una fe religiosa que se repite en fórmulas de papel carbón.
Por fortuna, la celebración de los 50 años de sacerdocio del padre Llano ayuda a ventilar un estado de cosas que debe destaparse, así como comienzan a hacerse públicos los crímenes contra menores, ocultos por decenios entre los muros espesos de conventos y palacios obispales.