He escuchado, más veces de las que puedo contar, cuán aburridos están muchos con el inicio adelantado de la época decembrina, he sabido de atrocidades donde se combinan imágenes de Papá Noel con espantapájaros y padezco, invariablemente, año tras año una celebración rancia y vacía de significado, una que siempre llega precedida por los pegajosos e insoportables villancicos.
Apenas comienzan a escucharse en radio comerciales navideños, aparecen los omnipresentes ring-tones en los celulares de los transeúntes, que destrozan la novena sinfonía de Beethoven y martillan irritantes las notas musicales que, en otras geografías, niños preadolescentes armonizan con sus voces. Como si fuera poco al concierto de ruidos automotores, que se vive todo el año en la ciudad, se le suma la moda de algunos microempresarios que usan timbres melódicos para anunciar la llegada de un nuevo cliente de temporada a su establecimiento.
El odio generalizado hacia el silencio es algo que aprendí a la fuerza, a los gritos, a los estruendos, ahora sé que a las personas no les gusta pasar más de un 5 segundos, corrijo, 2 segundos seguidos en ausencia de sonido, así sea el traqueteo de la aspiradora, la licuadora y el zumbido sordo de los políticos corruptos cobrando sus comisiones, todos juntos, al tiempo, sin pausa ni transición entre uno y otro.
Los industriales, siempre más ingeniosos que yo, entendieron pronto el comportamiento de sus compradores y produjeron luces de navidad con música de villancicos incluida, para que el espíritu llene todos los sentidos, mientras asesina a las irreproducibles neuronas. Su innovación tiene profundas raíces tradicionales.
Hace años, cuando rezaba la novena de aguinaldos en familia y nadie se reía de la frase ¡Oh santísimo José, esposo de María y padre putativo de Jesús!, aunque en ese entonces tampoco se conocía masivamente el significado del adjetivo ‘putativo’, cantábamos, también sin reflexionar mucho, villancicos como Nanita Nana, Campana sobre campana o A Belén, pastorcitos al punto que quedaron archivados en mi cerebro, junto a mi nombre de pila, mi grupo sanguíneo y mi número de documento de identidad. El resultado de este efectivo entrenamiento es que apenas entro a un lugar donde suenan, en el ambiente, cancioncillas como estas, debo hacer un esfuerzo real y consciente para detener el tarareo que me provocan.
Realmente, los villancicos parecen ser la música del demonio, que no culpen al reggaetón, ese llegó tarde, cuando los de mi generación y los de otras varias, ya habíamos sido programados para cantar de memoria, cuantas frases sin sentido aparecen en los cantos melosos que, se supone, amenizan y preparan la llegada del mesías. No existe nada que me incite con tanta aberración como un Cascabel, lindo cascabel sonando en una sala de espera con revistas viejas, justo el día que olvidé en casa el libro de turno, ni siquiera el famosísimo Rompe llegó a ser cantado tantas veces en mi presencia como para que pueda corearlo completo y sin errores.
Es claro que mi época favorita del año es marzo, o digamos agosto, en fin, el mes es lo menos importante de todo, lo que suma es la ausencia de luces, hipocresía, verde, rojo, papel brillante, etc. A finales de octubre-noviembre-diciembre-comienzos de enero se materializan elementos navideños a los que puedo cerrar los ojos, como un árbol decorado con calabazas al frente de una fábrica, sin embargo es un hecho comprobado que los oídos no tienen párpados, por ello no me queda más remedio que soportar la letanía de burros, pastores, camellos, vírgenes lavanderas y demás fauna y flora que decide aparecer en esta, eterna, época del año.
Invéntense otros cuentos, otros argumentos, otras razones, el diablo está en los detalles y para mí también está en los villancicos, no en el reggaetón.