La luz de las lámparas de aceite en la taberna era tenue, adecuada para relajar ojos cansados por el sol de un día de viaje y la música que tocaba el arpista al fondo de la sala hablaba sin palabras del reino del sueño.
Una moneda de plata rodó hasta donde el voluminoso y barbudo propietario de la taberna bebía poco a poco una enorme taza de aromática bebida caliente, sentado en un banco alto. Un gesto de cierta mano enguantada le indicó que se guardara el cambio y el viajero, un hombre de mediana estatura y facciones cubiertas por la capucha de un amplio manto rojo, caminó hacia el grupo de aventureros, y se situó tras el que contaba la historia, un jovencito delgaducho que, a juzgar por el tono de piel, poco había cabalgado. La guarda de la espada a su costado estaba limpia, reluciente y sin marcas: esa espada nunca había visto combate, salvo, quizá, en algún salón de prácticas. El viajero sonrió bajo la capucha, que dejó caer con un gesto elegante y fluido. Tenía el cabello largo y rojizo, piel atezada y ojos del color del ámbar.
“Entonces puse la punta de Cortadora, mi espada” decía el muchacho tocando la empuñadura de su arma “frente al ojo derecho del dragón y le dije ¡Mira bien, lagartija!¡Esta es la punta de Cortadora, y es lo último que verás en tu vida miserable! Y le clavé la hoja hasta la misma empuñadura… el animal trató de levantar la cabeza pero ya era tarde y murió allí, frente a mí…” Se detuvo en seco al sentir el frío del acero en su cuello. Instintivamente llevó la mano a la empuñadura de Cortadora… que ya no estaba en la funda. Una mirada de soslayo le indicó que era la adornada hoja de su propia espada la que lo amenazaba. Sus tres acompañantes se levantaron de un salto y el arpista suspendió su interpretación.
“Mira esto, Señor Aventurero” El viajero, que sostenía la espada con la mano izquierda, señaló con un dedo enguantado una serie de puntos negros en la reluciente hoja de acero “parece que no aceitas tu hoja con frecuencia…” Levantó la espada y la miró a la luz de las lámparas de aceite. El cantinero había puesto un hacha enorme sobre la barra, y acariciaba el mango mirando al grupo como si deseara una excusa para usarla.
El viajero enseñó la hoja a los aventureros y luego al cantinero.
“¡Puntos negros! Déjame decirte, Aventurero: son tu peor enemigo. Son los que permitirán a cualquier orco de montaña romper tu excelente hoja con una cimitarra de hierro mal templado. Debes cuidar de tu hoja, amigo Aventurero, no sea que te traicione…” Una ronca carcajada medio contenida sonó a espaldas del viajero. El cantinero sonreía y asentía con la cabeza. El viajero le hizo un guiño de complicidad.
Entregó la espada por la empuñadura de tal manera que el muchacho tuvo que incorporarse para recibirla. Era un poco más alto que el viajero pero su figura desmañada, junto al elegante porte del desconocido, lo hacía ver como un simple muchachito.
Cuando el Aventurero terminó de enfundar torpemente la espada, el viajero se le acercó un par de pasos.
“¿Quién, dime, Aventurero, ha forjado esa magnífica espada de la que tan poco te preocupas?”
“El herrero de mi Padre, el Señor Duque de las Tierras de…”
“¿Es el herrero un sirviente de tu padre?”
“¡Por supuesto!” Con la espada enfundada, apoyando en la guarda la mano derecha, y notando que el viajero, vestido de manera sencilla, no llevaba armas, el muchacho recuperó su aplomo y su prepotencia. “Mi padre es un hombre poderoso…”
“No lo dudo” Algo en el tono del viajero hizo que el comentario pareciera una burla velada. “Y dime, valeroso Aventurero, ¿están muy lejos las tierras de tu poderoso padre?”
“Siguiendo el camino durante dos días, a buen paso, llegarás ante las Montañas de Piedra. No son muy altas y el Paso es amplio y seguro, y en otros dos días podrías estar ante las puertas del rico Castillo Dorado de mi padre…”
“Ya veo. Y cuéntame, valiente aventurero, algo sobre la hazaña que hace apenas un momento contabas a tus amigos…”
Los otros tres jóvenes se habían vuelto a sentar, alertas.
“Dime, te lo ruego, ¿qué clase de Dragón fue el que mataste de manera tan cruel con Cortadora?”
Sacando pecho como un gallo de pelea, el muchacho se relajó.
“Era un Dragón Negro, que estaba asolando una de las aldeas de mi padre…”
“¡Un Dragón Negro! Eres valiente sin duda, señor Aventurero. Y dime, ¿dónde hallaste a criatura tan poderosa y al tiempo tan escurridiza?”
Presintiendo que el viajero pretendía burlarse de él, el joven tomó una actitud cautelosa.
“Yo… esperé subido en un árbol a que fuera a beber a un estanque, cerca de su guarida, en el Bosque de los Elfos…”
Una carcajada ronca, menos contenida esta vez, anunció que el cantinero disfrutaba del cuento.
“¡El Bosque de los Elfos! Ya lo recuerdo. ¿Está en los dominios de tu padre? En alguna ocasión fui hasta allá sólo para trepar las colinas y visitar las cavernas…”
El muchacho estalló en carcajadas burlonas, coreado por uno de sus amigos.
“¡Eres un majadero, amigo!” El muchacho increpó al viajero con tal desparpajo y descortesía que hasta su amigo calló. Pero el muchacho siguió riendo: “cualquiera que haya pasado por el Bosque de los Elfos sabe que está en el fondo de un gran valle, y que en él no hay ni colinas ni cavernas…”
En lugar de enfurecerse, como todos esperaban, el viajero rió también.
“Si, lo confieso, soy un majadero. Pues conozco perfectamente el Bosque de los Elfos, y sé que, como dices, allí no hay ni colinas ni cavernas… y, por lo tanto, no puede haber ninguna guarida de un Dragón Negro, que, como todos los Aventureros avezados saben bien, prefieren las cavernas profundas bajo las más altas montañas, pues la luz del Sol puede herirles. Nadie hasta ahora había escuchado de un Dragón Negro que hiciera su guarida en un bosque… así que, sí, acepto que tal vez sea un majadero, pero no tanto como tú.”
El rostro del muchacho se contorsionó en una mueca de ira y tironeó de la espada. El viajero no se inmutó. Un hacha de guerra se interpuso entre ambos. El cantinero puso la hoja de su arma bajo la barbilla del chico.
“Si esa hoja sale de la funda, te juro que no será lo único que se rompa esta noche… y mi hacha no es de hierro mal forjado, precisamente.” A pesar de la baja estatura del cantinero, su expresión anunciaba negras intenciones.
El joven soltó la empuñadura de Cortadora y retrocedió un paso. Con una mirada de advertencia al viajero, el cantinero se retiró tras la barra.
Aún congestionado por la ira, el joven dijo a media voz:
“No soy ningún majadero”
“Digamos entonces que tienes una fértil imaginación que supera todas tus aventuras… si has corrido alguna.” El viajero hablaba con la misma voz calmada y el mismo tono de burla disimulada. “Al menos debes reconocer que no has matado dragón alguno. Porque de ser así, y de haberse tratado de un Dragón Negro, tu Cortadora ya no cortaría más, pues cualquier aventurero te diría que la sangre de un Dragón Negro disuelve el mejor acero como nieve bajo el Sol de mediodía, y que las únicas armas capaces de matar un Dragón son las forjadas con Plata Élfica, que en estos tiempos sólo se encuentra en los Reinos Helados del lejano Norte, y que sólo los Enanos son capaces de trabajar por medio de magia que no enseñan a nadie…”
“El herrero de mi padre…” la voz del muchacho se quebró sin terminar la frase…
“El herrero de tu padre no es un Enano, pues ninguno de su raza, en el pasado o el presente, ha servido a ningún Señor de los Hombres, por poderoso que fuera, y nunca lo hará, pues cualquiera de ellos prefiere la muerte a la servidumbre, sin excepción. ”
El viajero adelantó otro paso hacia el muchacho, que estaba pálido, mudo y frío, como muerto.
“Así que, ¿quién es el Majadero?” El viajero miró un instante al muchacho, dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada de la taberna.
“¡El Majadero eres tú! ¿Quién ha visto jamás un Dragón, o un Enano? ¡No me vengas con cuentos de Dragones, señor Viajero, pues si yo no he matado ninguno, es porque no existen, negros ni verdes ni rojos, como no existen los malditos Enanos…!”
El viajero le dirigió al chico una mirada compasiva, y luego se volvió hacia el cantinero, bajo, voluminoso y barbudo, que aguardaba junto a la barra, apoyado en su enorme hacha de guerra. Al ver la mirada del viajero, se encogió de hombros como diciendo “Bah.”
El frío de la madrugada era estimulante. El viento, que tal vez trajera noticias del lejano océano, le arrancó una sonrisa.
“¡No me vengas con cuentos de Dragones, señor Viajero, pues si yo no he matado ninguno, es porque no existen, negros ni verdes ni rojos…!”
Para cuando terminó de recordar la furibunda frase, el viajero abrió las alas, inmensas y membranosas, sacudió la majestuosa cabeza cubierta de escamas rojas brillantes como gemas bajo la luz de la luna llena y con dos aletazos que crearon un huracán sobre el suelo, elevó el cuerpo gigantesco y sinuoso, y voló, rápido y magnífico, rumbo a las Montañas de Piedra.