A petición de un nutrido número de lectoras…dos exactamente, he decidido escribir hoy sobre la denominada campaña Vote Bien en Colombia. Comienzo por aclarar que, a mi modo de ver, esta no es una campaña como tal, si no más bien, un instrumento que, apoyado seguramente en la buena fe, termina por convertirse más en herramienta de marketing político, que en un apoyo al proceso electoral interno.
Pese a poseer una democracia viciada por la politiquería, permeada por las mafias y fundamentalmente tan imperfecta como lo son todas en las diferentes naciones del planeta donde impera este sistema de gobierno, Colombia mantiene una tradición presidencialista dentro del contexto latinoamericano, a diferencia de países como Bolivia, Argentina, Brasil y otros. En tal escenario, históricamente el poder político ha estado, por encima y por debajo de la mesa, de la mano del poder económico, situación que incluso puede parecer ya normal para las generaciones más jóvenes. ¿Es que acaso el Estado tiene un fin diferente al de la economía? se preguntarán algunos de ellos.
Claro que lo tiene, y en las bases filosóficas del Estado se encuentra esta arqueológica respuesta. Ni Platón, ni Aristóteles, ni ningún otro pensador de su época, hubiesen concebido nunca un mundo que se rigiese por el valor del dinero, y al cual se supeditasen todos los ciudadanos. Desde su visión metafísica, los griegos veían la necesidad de un Estado donde la política estuviese subordinada a la moral, resumida ella en la búsqueda de la felicidad a través del gobierno justo. Es decir, la prevalencia del bien, principio del buen orden social y humano.
Todavía cerca del budismo oriental, el pensamiento occidental naciente buscaba encontrar la entrañable similitud entre el Estado y el individuo, centrándose en la felicidad pública y la privada. Era el alma algo así como un gobierno individual, y su felicidad el principio y el fin de la organización social. Este profundo criterio humanista predominaría en buena parte desde entonces y hasta el advenimiento de la Revolución Francesa, promovida y liderada por la casta burguesa gala, verdadera beneficiaria de la abolición del sistema monárquico en Francia y de la instauración paulatina del presidencialismo, como nuevo sistema de gobierno “libre”, en ésa y en otras naciones.
Se genera allí una disyuntiva grave contra el verdadero fin del hombre, su felicidad, quedando la acción de gobernar en manos de una oligarquía disfrazada de democracia, y el devenir del pueblo al antojo de los intereses de los nuevos ‘reyes’, quienes en adelante se convertirían en el poder económico mismo. Tiempo más tarde, la Revolución de Octubre en Rusia intentaría abordar una segunda vía, el verdadero gobierno del pueblo, para el pueblo y con el pueblo, mediante un comunismo construido sobre bases tan demagógicas, que resultaron engendrando un mal peor que la enfermedad. Gracias en parte a la famosa Perestroika, su ciclo se cerró estruendosamente con la caída del muro de Berlín, aunque aún perduran ensayos de este corte, como el de Fidel en su isla.
Esta síntesis un tanto básica y afanada que expongo sobre la evolución del concepto “gobierno”, podría considerarse como el origen de la división entre derecha e izquierda, con la que tanto se busca rotular hoy la inclinación de una persona, ideológicamente hablando. Es irónico entonces que, mientras la conservadora derecha se inspira en la gesta revolucionaria iniciada en Francia en 1789 con la toma de la Bastilla, la izquierda tenga su fundamento en el pensamiento arcaico de los griegos. La vida está llena de sorpresas.
A esta altura mis dos lectoras se estarán preguntando ¿qué diablos tiene que ver eso con Vote Bien? Pues es lo mismo que me pregunto yo, pero sé que alguna razón tuve para haber comenzado por aquí. Si mal no recuerdo, estoy tratando de explicar por qué no creo en la democracia, o mejor, ilustrar cómo ésta ha demostrado con lujo, igual que el comunismo, no ser un modelo de gobierno que represente, per sé, la voluntad del pueblo, y más allá, el anhelo de felicidad de las almas gobernadas.
Como sigo sin explicarme, y ya va para largo el artículo, debo concretar al menos una idea. Quiero que sea la del libre albedrío, mínimo derecho del ciudadano a decidir lo que se supone decide, es decir, quién quisiera que le gobierne. Como establecido está que existen urnas y votantes, el elector debe llegar al sitio el día acordado, y depositar un voto en la urna, en señal de sometimiento a alguno de los nombres disponibles, quien ojalá gane y ojalá acierte en representar, al menos, alguno de sus deseos. La bendición de Dios padre, todopoderoso. Demos gracias al Señor, porque es justo y necesario. Podéis ir en paz.
Una vez introducido el voto, ya no hay tutía. El que más votos obtenga, o logre hacer contabilizar como válidos, será el ganador y gobernará a quienes le eligieron, y a quienes no. Así es el juego y se llama democracia. Como se entiende, en democracia la gran decisión es la escogencia del gobernante. Lo demás es solo la vida de cada quién y cómo debe obedecer al elegido.
Como cualquiera gobierna, pero cualquiera no es elegido, la fase previa a las elecciones, denominada campaña, adquiere una importancia inusitada. En un medio ‘subdesarrollado’ como el colombiano, en el que existen mañas casi institucionales, como la compra-venta de votos, el trasteo de electores o el fraude electoral, es corriente que aparezcan abanderados de la democracia que propenden por el buen uso del derecho al voto. Loable idea, pero…
Nace aquí una nueva maña, la guía para hacer votar bien. Entonces los editorialistas y los columnistas de los medios se arrogan el derecho de guiar a la opinión en algo tan sagrado como es el sufragio. Y nacen observatorios democráticos y páginas de internet especializadas en instruir al despistado ciudadano sobre ‘por quién votar’. Unas personas ilustres, y otras menos ilustres, conforman el equipo de los que sí saben de eso, para aleccionar a los que no saben. Se inicia la carrera por la opinión pública y la medición se hace a través de encuestas, las que en alguna medida también le sirve a la gran masa para decidir por quién votar, sin ir a perder.
Crecí en épocas del Frente Nacional y recuerdo desde entonces los titulares de El Tiempo, el día de la elección de presidente, senado, concejo o lo que fuera. “Hoy, a votar copiosamente por la democracia.” Y seguidamente una reseña de los candidatos, favoreciendo desde el aspecto fotogénico hasta la adulación exagerada, al favorito del periódico, el cual había sido fungido con su ayuda. Dos o tres semanas de palo a sus opositores y de elogios al propio eran suficientes para determinar el ganador. De allí, la fama del diario de los Santos de elegir gobernantes.
Hoy en día las cosas no son muy distintas, aunque para fortuna de los lectores, la planta editorialista de la mayoría de los medios ha cambiado, se ha vuelto ideológicamente más amplia. Columnistas como María Jimena Dussán, Salud Hernández, Claudia López, Héctor Abad Faciolince y muchos otros oxigenan valientemente el horizonte intelectual colombiano, ampliando el espectro de la opinión y el sano debate. No obstante, son muchos los comentaristas, editorialistas y columnistas que caen en la trampa de confundir su labor con la de un asesor electoral, presumiendo de paso en sus lectores una condición de indefensión intelectual o una minusvalía mental para pensar y decidir por quien carajo votar.
Ejemplo de ése ‘periodismo asesor del buen voto’ son las columnas de opinión escritas por
Lucy Nieto de Samper en El Tiempo,
María Isabel Rueda en Semana y
Mauricio Vargas en Cambio, con ocasión de la campaña electoral para Alcalde de Bogotá, la que finaliza el próximo domingo. En ellas se ha desplegado toda la artillería del régimen bipartidista tradicional contra la candidatura del PDA, que busca legítimamente mantenerse en el poder con su candidato Samuel Moreno, tras demostrar durante cuatro años que las ideas sociales pueden ser llevadas a la práctica sin generar una conflagración. Impresiona la innecesaria hiel derramada por sus plumas contra el pobre Moreno, a quien descalifican y culpan de todo lo malo, pero sin argumentar o probar su
‘directo a la mandíbula’. Muy a la usanza de algunos ‘comentaristas’ que están haciendo de los foros de Internet una cloaca. Vuelan en estos las acusaciones sin prueba, los epítetos vulgares y las ofensas a diestra y siniestra, alejando de paso a quienes buscan simplemente algo amable que leer. Para esa horda salvaje, aclaro que no estoy haciendo proselitismo en favor de Moreno, del PDA, ni de nadie con este post. Se trata solo de mi visión crítica a la democracia, la cual he manifestado de tiempo atrás.
En estados Unidos y Europa es visto como mala educación la pregunta “¿Y por quién vas a votar?”, que solo a nosotros los latinos se nos ocurre hacer. En ese mismo sentido, la opinión se guía por la información concreta y el conocimiento y percepción del talante personal de los candidatos y nunca por editoriales de prensa. Declarar favoritismo por alguien en un medio es mal visto en un periodista, pero invitar a votar por un candidato cualquiera en un editorial es casi un delito. Ya podríamos aprender de nuestros vecinos del primer mundo el respeto por las ideas de los demás y el valor del voto secreto. Muera la figura del asesor del Buen Voto. Solitos podemos…si es que quisieramos votar.