El gobierno de Álvaro Uribe, sostenido por una fuerte política de seguridad, busca acabar con la esencia de la Constitución de 1991 para hacerla más conservadora y menos incluyente.
El 11 de marzo de 1990 triunfó una revolución en Colombia. Sus comandantes fueron los universitarios colombianos de entonces, y sus armas fueron el debate en las aulas y una inusitada capacidad de convocatoria. Ese día, la abrumadora mayoría de los electores del país votó a favor de la llamada Séptima Papeleta, un plebiscito que condujo a la convocatoria de una asamblea constituyente que derogó la añeja Constitución de 1886, escrita por los conservadores Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro.
Esa constituyente tenía el espíritu renovador de las juventudes que la impulsaron. Compuesta por representantes de diversos sectores políticos, fue acremente criticada por algunos actores tradicionales. El ex presidente conservador Misael Pastrana, por ejemplo, renunció a su silla en ella alegando indignación ante la procedencia de algunos de sus compañeros de tribuna. En la constituyente, germen de la Constitución de 1991, había ex guerrilleros, había personajes que veinte años antes no se habrían asomado por los pasillos del poder. Había, en el fondo, la intención de lavarle profundamente la cara al sufrido sistema político colombiano, ya por entonces sacudido por la violencia, la corrupción y el narcotráfico. La nueva Carta Magna aún pervive, aunque su cuerpo muestre algunas cicatrices y algunos remiendos.
Dieciséis años después, esos universitarios votaron masivamente por la reelección de Álvaro Uribe Vélez —lograda después de un cambio en la Constitución. Ya crecidos y con perro, hijos y camioneta, depositaron su voto por las mismas razones por las que impulsaron la Constituyente: estaban cansados de la violencia, la corrupción y el narcotráfico que han sacudido incesantemente a Colombia desde hace dos generaciones. La diferencia es que Uribe, un telegénico terrateniente que tiene encantados a los colombianos con la combinación de una férrea política de seguridad y un estilo directo de gobierno que se precia de solucionar los problemas sin intermediarios, es un combativo defensor de muchas ideas de derecha.
La verdad es que Uribe, quien se vendió en su primera campaña con el lema de “mano firme, corazón grande”, no está solo. En su ejército de alfiles se encuentran algunas de las figuras más reaccionarias de Colombia. Por ejemplo, Fernando Londoño Hoyos, primer Ministro del Interior de Uribe —ministro de gobierno—. Personaje de incendiario verbo y reconocido conservadurismo. Enemigo de la Constitución de 1991, todo hay que decirlo. Durante su estadía en la silla de gobierno, intentó ponerle varias cargas de profundidad a la Carta Magna. Afortunadamente para los colombianos de ideas liberales, tuvo relativamente poco éxito y salió por la puerta de atrás: sus negocios privados lo enfrentaron con la justicia. Sin embargo, todavía aprovecha su columna de opinión en El Tiempo —el diario más leído de Colombia— y su programa radial de todas las mañanas para tirarle dardos a la separación de poderes y loas a las ejecutorias del Ejecutivo.
Por la silla que dejó Londoño han pasado un ex dirigente gremial y un viejo zorro de la política. Ambos conservadores, tal como el actual ocupante: Fabio Valencia Cossio, otro viejo zorro de la política. Este personaje se lió a puños con el propio Uribe hace ya bastantes años, por cuenta de un lío electoral cuando ambos aspiraban a la gobernación de Antioquia. Nadie sabe quién ganó la pelea, pero Uribe ganó la gobernación. Hechas las paces, Valencia le ayuda a Uribe a impulsar, con su talante de astuto negociador, dos reformas en el Congreso de la República: una al Congreso y otra al sistema de Justicia.
Estas reformas tienen su origen —así lo aseguran las voces oficiales— en un escándalo mayúsculo, provocado por la infiltración de los sectores paramilitares en el Legislativo colombiano: la llamada ‘parapolítica’. Mientras la oposición aprovecha para hacer ruido, la Corte Suprema de Justicia —el más alto tribunal penal del país— apunta cerca de la silla presidencial y se lleva a la cárcel, entre otros, a Mario Uribe, el primo del Presidente. Mario, dicho sea de paso, fue el mayor compañero de gestas políticas de Álvaro antes de la Presidencia.
El Presidente, quien públicamente ha aceptado que le queda difícil controlar sus propios bríos, no oculta su malestar con la Corte y se toma la molestia de investigar por su cuenta, interrogando a fuentes de dudosa procedencia. En tanto, las reformas se anuncian como el remedio para evitar que cosas como esas sigan sucediendo, al precio de acabar con algunas de las ideas de la Constitución de 1991.
El peso de un tres por ciento
La Constitución de 1991 fue pensada para que el poder en el Congreso no estuviera repartido en sólo dos manos. Dos manos derechas, que no se diferenciaban mucho la una de la otra: el Partido Liberal y el Partido Conservador. El ambiente político de esa época reclamaba nuevos actores. Además, por esa época Colombia venía de un esperanzador proceso de paz con las guerrillas de izquierda, que empezaban a cambiar las armas por las tribunas. En la Carta Magna está la intención de darles un espacio en el poder.
Por eso, se postuló que los movimientos políticos obtuvieran personería jurídica —un reconocimiento legal de su existencia— cuando lograran eldos por ciento de los votos para cualquiera de las dos Cámaras: el Senado, de circunscripción nacional, o la Cámara de Representantes, de circunscripción de cada uno de los departamentos. Un requisito relativamente laxo, que aún así dejó por fuera del Congreso a más de un movimiento serio y bien constituido.
La Reforma Política de Uribe arremete contra esta intención de la Constitución de 1991. En ella se busca cambiar el artículo en el que esto quedó consagrado, el número 108. Se dice que se le dará personería jurídica a los movimientos que ganen el tres por ciento en 2010, cuando serán las próximas elecciones legislativas, y el cinco por ciento en 2014.
¿Qué significaría ese tres por ciento en la práctica? Si se le aplicara a los resultados las elecciones de 2006, esa aparentemente pequeña diferencia significaría la desaparición de cuatro partidos políticos que ganaron curules en esa elección con porcentajes de votos menores al cinco por ciento. Además, debido a la forma en la que se calculan las curules en Colombia, eso se traduciría en cada partido tendría más escaños. Esto es, más poder concentrado en menos manos.
Entre los nuestros
Antes de la Constitución de 1991, no sólo el poder político estaba concentrado en pocas manos. También lo estaba el poder judicial, anquilosado en sus propias continuidades. Las altas cortes colombianas eran elegidas por sí mismas, lo que se traducía en que los máximos tribunales colombianos de justicia permanecían en una constante contemplación de su propio ombligo.
Buscando apertura, la Carta Magna postuló que la renovación de las altas cortes no sólo dependiera de sí mismas. Para eso dispuso que los magistrados de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura —encargada de investigar los asuntos disciplinarios de los jueces— fuera elegida por el Congreso de una terna enviada al Presidente. Además, los magistrados de la Corte Constitucional, encargados por la Constitución de decidir cuáles reformas se acomodan a su espíritu, son elegidos por el Senado de ternas que envían el Presidente y las demás cortes.
El gobierno Uribe progresivamente ha ganado injerencia en las cortes. Por ejemplo: el ex asesor jurídico de la Presidencia, Mauricio González, llegó a la Corte Constitucional en lo que algunos denunciaron como un arreglo. Este hombre cuestionó, cuando sus credenciales le permitían no presentarse como un agente del Gobierno, los alcances de la misma corte que a la que ahora pertenece y defendió el derecho de cambiar la Constitución sin que la Corte Constitucional interviniera. Sin duda, el nuevo magistrado es alguien muy conveniente para los intereses conservadores contra la Carta Magna.
La actual propuesta de Reforma a la Justicia pretende que los magistrados elijan a sus propios sucesores. Esto es un reversazo fundamental de la Constitución de 1991 y una maniobra que puede ser leída como la perpetuación del pensamiento conservador en las Cortes. El Gobierno ha elegido a personas como González siempre que ha podido, y con la reelección presidencial ha conseguido aumentar su influencia en la Justicia.
Para qué cerrar el sistema
Uribe ha dicho en algunos escenarios que ve el país como una casita. Algunos dirían que como la suya propia, en la que manda con ademanes de capataz. Además, es evidente, le molesta compartir el poder con otros que no piensen como él.
Entre menos actores con poder en el sistema, más facilidad para el Ejecutivo de ponerlos en función suya y de su autoridad. Y ese es el punto de todo esto. Los conservadores como Uribe quieren volver a un Estado más cercano al de la Constitución de 1886, con una relación más cercana entre Iglesia y Estado, menos garantías al libre desarrollo de la personalidad y, sobre todo, con más poder concentrado en el Ejecutivo.
El propio Uribe ha hecho avances (o más bien, retrocesos) atrevidos en ese sentido. Durante todo su gobierno ha intentado volver a penalizar el consumo de la dosis mínima de droga, utilizando argumentos más retóricos que técnicos. Esta despenalización fue justificada por la Corte Constitucional aduciendo que protegía el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Además, al Presidente se le ha vuelto frecuente empezar algunas de sus alocuciones públicas echándose la bendición.
En últimas, lo que buscan la derecha y sus alfiles es consolidar una suerte de “monarquía electiva”, como dijera Miguel Antonio Caro, uno de los gestores de la vieja Carta Magna. Para eso, se debe minar la pluralidad que persigue la Constitución de 1991. Y Uribe está haciendo bien la tarea.
El autor es estudiante de Periodismo y de Filosofía en la Universidad del Rosario, reportero de Plaza Capital y dueño de los blogs El resto del corcho y No al silencio.