Asusta el cobarde y la libertad de la vida
Columnas > Paso sin destino Por: Lukas Jaramillo Escobar10 dAmerica/Bogota Marzo dAmerica/Bogota 2009 14:46 COT
Después de tocar fondo con el delirio de Pablo Escobar, después de padecer la mayor miseria de la estética con que detrás de tanta fuerza destructiva se escondiera un personaje apodado Don Berna y que viviéramos un proceso de reinserción en Medellín como un paso difícil para la reconciliación, algunos todavía insisten, con manos que no saben acariciar, que no portan callo y que son frías como quien no sueña, en notas de miedo torpemente garabateadas desde sus propios traumas esgrimiendo la peor de las cobardías: el sistema de matar.
El animal agoniza, deseo yo como dueño de mi ciudad, dueño por no quitar nada, por despertarme cada día a ver cómo hago, por acostarme sobre mis únicos problemas y no debajo de los miedos de nadie. Y esta vez, aunque ruja, en Medellín la alimaña se encontró con una ciudad en la que, escapando de nuestro pasado, sabemos quién es aquel que nos dice “usted no sabe quién soy yo”: es un cobarde, un flojo, una persona sin arte u oficio, que debimos acoger a tiempo, como a un enfermo, pero que no nos puede meter en su pequeño mundo oscuro.
Torpes, los incapaces, mataron bastante en un mismo día, peligrosos como una bestia desesperada que no calcula y ya no encuentra mucha rentabilidad en sus zarpazos, además ya sin un plan, intentaron cabalgar sobre los traumas existentes, panfleteando a la ciudad con argumentos sobre la higiene y adelantándose a pedir perdón, inmaduros e ingenuos, como niños conscientes de su estrago y creyendo que se pueden dirigir a algo que ellos llaman sociedad, sin merecerlo, sin ningún valor para abrogarse ese derecho. Los pillos, los que no pueden soñar con escribir algo que reviva, no entienden que la gente que erige edificios, que enseña a leer, que salva vidas en un hospital, son, con autoridad y legitimidad, los que se pueden despertar un día y empezar una carta con sociedad, seguida de dos puntos, para hablar de lo sagrado de la vida y de sobre la diversidad para encontrar el propio camino que se convierta en la buena vida, con aprecio infinito por la libertad.
Con resquemor a perder no la seguridad (que es un medio para alcanzar otras cosas) sino la libertad que hemos ganado con tanto esfuerzo en algunos de los barrios humildes, repito para mí mismo: Medellín, mamacita, no tengas miedo. Y no me niego a tenerles compasión a los que se dedican a dar la muerte por carecer de tantas cosas, tampoco niego la piedad de la reconciliación porque uno entiende que nuestros “malitos”, nuestros enfermitos, nos pertenecen, pues en algún momento se nos perdieron, pero basta con observarlos para darse cuenta que aquellos que intentan hacer llorar un barrio es porque son incapaces de hacer reír. Después de todo, y con la levedad del que no puede dar vida o contenerla, para asustar no hay que ser creativos, mientras que para ser responsable por una sonrisa, se necesita genialidad.